jueves, 23 de febrero de 2012

LA MALDICIÓN DEL AMOR PROHIBIDO

Que nos juzguen los perros, si pueden
Paul M. Marchand
Traducción de María Teresa Gallego Urrutia
Editorial Anagrama, Barcelona, 159 páginas
(LIBROS DE FONDO)


 Si algo se capta con absoluta claridad en este libro valiente de Paul M. Marchand es que nada es estático. Que aunque la palabra maldita -Incesto- siempre sea  la misma, las prácticas humanas cambian a lo largo de la historia. En otra época habían sido Edipo y Antígona, Fedra e Hipólito. Ahora, en esta historia, presuntamente basada en hechos reales de  Que nos juzguen los perros si pueden, son Sarah y Benoît. Hija y padre que inician un amor desesperado, prohibido, marcado por el tabú del incesto, ya que Benoît es el padre biológico de Sarah, un padre desaparecido antes de que ella naciera. Un extraño título que esconde una novela de amor, en la que la protagonista femenina, Sarah, de dieciséis años, rememora meses de felicidad vividos junto a un hombre de treinta y ocho en un acto de amor valioso pero insólito y cuyo nombre es sinónimo de crimen y escándalo. Pero ¿qué importa el escándalo cuando el amor brota de forma tan natural, como piensa la protagonista?
Paul M. Marchand, ex corresponsal de guerra en Beirut y en la antigua Yugoslavia, escribe con este argumento un monólogo feroz y subversivo contra el tabú del incesto y lo hace sin complejos, acometiendo un tema complejo y escabroso del que logra salir airoso gracias a su habilidad como narrador y porque se ajusta a lo que de verdad le interesa: escribir una hermosa historia de amor, a pesar de que se trate de una pasión maldita. En efecto, a  continuación del rótulo de Jacques Brel (“Pero estos malheridos / con orgulloso duelo, / opinan que, si pueden / que los juzguen los perros”), Paul M. Marchand asume el gran desafío de contar, desde dentro de la piel de una mujer, una historia de amor pasional entre una adolescente y su padre biológico.
La protagonista narradora, residuo bastardo de un catorce de julio y crecida entre  mujeres, decide conocer por mera curiosidad a su progenitor. Y entre ellos surge un amor loco, desesperado. El amor prohibido al que sucumbirán a los pocos meses. Da comienzo entonces su vida clandestina: ella entera, arrogante, exclusiva en este su primer amor. Él, reservado, angustiado, cohibido.
El relato abre sus páginas con una escena de profundo simbolismo: Sarah  recoge con la punta de los dedos un poco de semen que le corre entre sus senos. Y lo admira con insultante lentitud como una floración perdida, auscultándose en aquella muestra esponjosa, examinando su génesis, el manantial de su nacimiento. Acto seguido, esta niña light -nada de padre desconocido o distraído- descifra sus orígenes hasta que se encuentra con “papá”. Desde ese momento deciden llamarse por sus nombres: Sarah y Benoît.
Y así empieza todo, como en cualquier historia de amor, con vértigos, con pérdidas del conocimiento, con rubores. Y sobre todo, con el sentimiento de culpabilidad en el progenitor, que terminará conduciéndolo al suicidio, pagando así el tributo por el crimen horrendo, como los antiguos transgresores: “No hay lugar par un hombre como yo, para nuestro amor, salvo el último, el definitivo, ese que se señala con un mármol blanco”.Es entonces cuando la novela se transforma en un monólogo feroz, en un alegato desinhibido contra el tabú del incesto. Esa regla especial de las relaciones de parentesco que quería Levi-Strauss y que es algo así como la puerta giratoria que abre el paso de la naturaleza a la cultura, y que George Bataille considera como una prohibición que tiene que ver con la generosidad e incluso con la espiritualidad. Los tabúes e inhibiciones que son para el autor sólo el miedo de la mayoría. Literatura vital y descarnada. Un grito que brota de las entrañas de una mujer enamorada y a la vez profundamente herida, pero hermosa y digna en la ira y en el desconsuelo. Un grito sobre un tema trasgresor pero vigente.
Sarah tiene  el convencimiento de que la relación con su padre, que en la actualidad parece anormal, se considerará algo anodino e el futuro. Nada le importan los tabúes y las inhibiciones, como repite una y otra vez. Tampoco hacen mella en ella el recurso a la naturaleza, porque la historia corre en sentido contrario a la naturaleza. Razón suficiente para que repita como en un ritual sus alegatos: “ Mañana, algún día, quizá dentro de mil días, un padre podrá amar a su hija con amor carnal sin que sea preciso que luego se muera...Dentro de mil días o pasado mañana, una hija podrá ser la amante de su padre sin tener que esconderse ni mentir. No tardarán en admitirse los amores voluntarios y compartidos entre padres e hijos e incluso en tolerarse”. Porque, Sarah, la protagonista de este  perturbador relato pasional está convencida de que las historias de amor, aunque puedan destruir a quien les da asilo, no le competen ni a la moral, ni a la justicia, ni a nadie. Sólo tienen que ver con dos pares de ojos.

Francisco Martínez Bouzas




Paul M. Marchand
                                         

                                      Fragmentos

Después del amor, en una época en la que ya no andábamos a vueltas con nuestras inhibiciones, tomé con la punta de los dedos un poco de semen, que me corría entre los pechos. Dejé que me resbalase entre la yema del índice y la del pulgar, como una nube descolgada del cielo. Estuve mucho rato admirándolo. Con insensible lentitud. Era algo curioso. Y muy suave también, una floración perdida. Me auscultaba en aquella esponjosa muestra…De aquí procedía yo en parte…Descendía de aquella sustancia lechosa, de aquella espuma viscosa y espesa que tanto placer me proporcionaba y cuya quemazón me gustaba notar en la piel, en el vientre, en la lengua”
                                               …..

“Algunas cosas se piensa que son imposibles y, cuando resulta que son factibles y se vuelven rutinarias, las miramos de arriba abajo con esa ridícula expresión de vuelta de todo…Nos pasamos miles de años mirando la luna y, un buen día, empezamos a volar…Hoy en día, los homosexuales se casan unos con otros, allá en California; dentro de nada podrán incluso adoptar hijos, o tenerlos. Hace veinte años esa expectativa pertenecía al terreno de la utopía o de la provocación…En la actualidad nuestra relación puede parecer anormal; pero te aseguro que más adelante parecerá anodina. Mi alegato duró mucho más tiempo del que se tarda en leerlo. Benoît lo escuchó con cara enternecida. Se limitó a decirme que era pesadísima, y también una ingenua. Y luego añadió: «Para todo el mundo seguiré siendo el tipo que se folla a su hija y eso no cambiará nunca…»
                                          …..

“No hay lugar para un hombre como yo, para nuestro amor, salvo el último, el definitivo, ese que se señala con el mármol blanco…Es un decir; quiero que me incineren…Dejarles la tierra a los vivos… Así empezaba su carta: fue un inicio duro. Menos que su suicidio mientras yo dormía”

(Paul M. Marchand, Que nos juzguen los perros, si pueden, páginas 17, 106-107, 129-130)