lunes, 8 de octubre de 2012

"EL VIGILANTE DEL FIORDO", ENTRE EL MIEDO, LA ALUCINACIÓN Y EL SARCASMO


El vigilante del fiordo
Fernando Aramburu
Tusquets Editores, Barcelona 2011, 184 páginas.



Cuando se tiene en las manos un nuevo volumen de cuentos de Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959), uno de los narradores españoles más notables y singulares  de las últimas décadas, resulta inevitable que surja en la memoria lectora la experiencia estremecedora de su otra colección de relatos, Los peces de la amargura (2006). Entre otros motivos porque El vigilante del fiordo  se sutura temáticamente con las historias patéticas y con el extrañamiento y la alucinación de Los peces de la amargura. Aunque posiblemente -y así lo reflejan algunos críticos-  no con la fuerza e intensidad del libro de referencia, como si Fernando Aramburu hubiese optado intencionadamente por una escritura menos directa, más elusiva, distanciada o desdibujada y sin la coherencia y homogeneidad temática que se hacía patente en Los peces de la amargura.
El vigilante del fiordo, en efecto, junto a relatos que nos retrotraen al terror provocado por el delirio criminal de los homicidas terroristas, temas muy reconocibles para los lectores del escritor, bucea en otras geografías delimitadas por el desvarío y la extrañeza o por una suerte de ironía sarcástica, con tintes de humor surrealista y de esperpento. La misma ruptura de la homogeneidad se deja entrever en la elección de las modalidades narrativas, con el ensayo incluso de experimentos y variantes genéricas. Al lado de relatos en los que prevalece la narrativa tradicional propia de las fórmulas canónicas de la novela o del cuento, el lector se encuentra con otras de distinta hechura: textos dialogados a semejanza de la literatura dramática y de la modalidad epistolar. Y técnicas narrativas que utilizan el recurso de la concatenación o sucesión de distintas anadiplosis -secuencias que finalizan y empiezan con la misma palabra- con las que el autor experimenta una arriesgada pero plausible elaboración estilística.
El miedo y la obsesión de la vida cotidiana, en un entorno que no es el suyo, del matrimonio que protagoniza “Chavales con gorra”, inaugura el volumen. El mundo hostil, sus vidas rotas ante la amenaza terrorista se ha convertido en un infierno de terror que ofusca su percepción de la realidad. Por el mismo derrotero, bordeado de drama y obsesión, caminan quizás los dos mejores relatos de la colección: “Carne rota” y el que le da el título al libro: “El vigilante del fiordo”. En ambos se hace presente la huella del terrorismo. “Carne rota” es un relato estremecedor, una excelente recreación literaria de los atentados islamistas del 11-M desde la experiencia de las víctimas. Ellos son los protagonistas. El protagonismo de los heridos en sus cuerpos y en sus almas, de  los familiares de los fallecidos, de los seres repentinamente alejados de sus quehaceres diarios. Ellos y ellas en el escenario de los atentados, rememorando la tragedia o exhibiendo sus secuelas en los momentos posteriores. En breves secuencias concatenadas por el recurso poético de la anadiplosis, Fernando Aramburu nos  presenta un encadenamiento de damnificados, victimas del atentado. Los ínfimos detalles (la musiquilla alegre del móvil que suena y vuelve sonar…), los gestos, las palabras solidarias destilan una profunda carga poética y forman parte de una esmerada arquitectura teñida de terror y de sangre que narra con inusitada eficacia literaria los atentados de marzo de 2004 en Madrid. Un grito dolorido surge de la lectura abrumada de tanta “Carne rota”, un relato en el que el escritor se olvida de eludir la tragedia y la retrata a corazón abierto.
“El vigilante del fiordo” es sin duda el relato de más compleja elaboración de la serie, pero es igualmente abrumador. El relato amalgama técnicas narrativas distintas: diálogo teatral y relato en tercera persona. En ambas modalidades hacen acto de presencia igualmente el dolor, la angustia y las heridas que jamás cicatrizan, provocadas en las víctimas por la violencia terrorista. Un funcionario de prisiones enloquece, víctima de un sentido obsesivo de culpa, y viaja a Noruega para alertar de la presencia de terroristas en la zona. Eso es lo que parece, porque, en realidad, la bomba dirigida contra él que mató a su madre, hizo explotar su cordura mental y ahora vive extraviado en las obscuridades de su mente, que contrastan con la luminosa belleza del paisaje nórdico y con la atmósfera claustrofóbica del relato.
El volumen incluye otros cuentos con otras y dispares inquietudes y que nada tienen que ver con las lacras terroristas. Son las incursiones de Fernando Aramburu en esos contornos delimitados por el desvarío y la alucinación, tales como “La mujer que lloraba a Alonso Martínez”, o por una mezcla de de tragedia, farsa y humor sarcástico, como “Mártir de la jornada”, “Lengua cansada”, “Nardos en la cadera” y “Mi entierro”, una original perspectiva narrativa de alguien que, entre alucinado y atónito, narra su propio entierro.
Una recopilación de relatos no homogéneos, como ya he dicho, con tratamientos novedosos, pero unificados por la maestría de una prosa muy elaborada, de primera calidad, una profunda caracterización de los personajes con la economía de unos pocos trazos y la facilidad para recrear escenarios colindantes con las pesadillas de la tragedia o con los ambientes surrealistas, absurdos o teñidos de un fino humor.

Francisco Martínez Bouzas







Fernando Aramburu


Fragmento

“La mano era lo único que asomaba por el borde de la manta. Una mano bien proporcionada, con las uñas pintadas de rojo y una sortija verde de bisutería. La chica aún se movía cuando la depositaron en el suelo. El rumano no le prestó apenas atención. Bastante tenía con lo suyo. Siguiendo las indicaciones de la policía, había venido por su pie con otros heridos al Centro Deportivo Daoiz y Velarde (…) Entre dos sanitarios depositaron minutos después a la chica como a unos dos metros de donde él se encontraba. El pelo le ocultaba la cara. Al principio la chica se movía. Las piernas. La espalda. Un poco. Un ligero temblor. Cada vez menos. Luego dejó de moverse. Vinieron a atenderla. La voltearon con cuidado. No había nada que hacer. Al rato fue tapada con una manta que sólo dejaba al descubierto una de sus manos. Una mano delgada, bonita, inmóvil para siempre. Los sanitarios se dirigieron al siguiente cuerpo tendido. Al rumano, recostado contra la pared, se le cerraban los párpados. Los abría con esfuerzo. Se le cerraban. Los…Se le…L…S… De repente lo sobresaltó la musiquilla de un móvil. El rumano miró en rededor hasta ubicar la melodía alegre a dos metros de él, debajo de la manta. Vaciló un momento. La melodía de notas agudas y saltarinas no cesaba. No venía de su teléfono. Él ya había dado cuenta a sus familiares de lo ocurrido. La musiquilla persistía con una insistencia de súplica en medio de aquel desbarajuste de sanitarios y cuerpos malheridos. Se acercó a la manta, alzó un borde, allí estaba el teléfono móvil, medio a la vista en un bolsillo del abrigo chamuscado. Al otro lado de la línea una voz de mujer entrada en años articulaba palabras en un idioma desconocido para el rumano. Quizá polaco o ruso. Se dio cuenta de que no lograba hacerse entender. Y la voz se alarmaba repitiendo lo que parecía un nombre, el nombre de la depositada en el suelo. Bombas en tren. Señora, bombas. Bum , ¿comprende? El rumano pulsó la tecla de desconexión, volvió al sitio que los sanitarios le habían asignado junto a la pared. Segundos después sonó otra vez el móvil de la chica bajo la manta. El rumano no se movió. Bastante tenía con lo suyo. La musiquilla alegre siguió sonando un rato largo debajo de la manta”

(Fernando Arámburu, El vigilante del fiordo, páginas 53-54)