Julian Barnes
Traducción de Jaime Zulaika
Editorial Anagrama, Barcelona, 2012, 186 páginas.
La lectura de una obra de un narrador como
Julian Barnes siempre augura placeres, sorpresas y verdades cristalinas o
laberínticas. Y esta novela, traducida hace dos años a varios idiomas
peninsulares (español, gallego, catalán), no es una excepción. Por algo ha sido
galardonada con el Premio Man Booker 2011 y su traducción española, elegida por
muchos críticos como el mejor libro del año 2012 editado en España.
Una novela cuyo propósito es una ardua
tarea: la reconstrucción del pasado, de un pasado representado por aquellos
seres que en nuestra juventud conocimos, con los que intimamos, pero cuyo
rastro se ha perdido y ahora solamente contamos con el arma imprecisa e
insegura de la memoria para desvelar una vida, el tiempo subjetivo, “que se
mide con relación a la memoria” con la certeza además de que lo que acabamos
recordando no es siempre lo mismo que hemos presenciado.
La novela de Barnes proyecta ante los ojos
lectores un interrogante crucial: ¿en qué medida podemos acceder al corazón de
una persona, partiendo de que todo es relativo y que la forma de ser tiene
mucho más de proteico que de inmutable? ¿Cuándo empezamos de verdad a ser
nosotros mismo? ¿Cómo seremos en el futuro teniendo en cuenta que la vida es
más caos que cosmos? Julian Barnes no nos ofrece respuestas canónicas a estos
interrogantes en esta novela breve perro que nada tiene de ligera como
acertadamente ha señalado algún crítico.
J. Barnes recordaba en otra de sus obras (Nada que temer) que vivimos conforme al recuerdo y no a la verdad. En la
presente entrega nos quiere hacer conscientes de que la vida es acumulativa, un
continuo almacenaje de recuerdos que forman, como ya señalé, nuestro tiempo
subjetivo, que se mide con relación a la falibilidad de la memoria. Por eso el
narrador de El sentido de un final,
que cuenta el presente basándose en los recuerdos, solamente es a medias
fiable, porque la propia vida le encamina hacia un autoengaño que se acrecienta
con el paso de los años.
Julian
Barnes trenza una historia en dos grandes secuencias o en dos tiempos.
El de ida y el de vuelta. Para ello inventa un narrador en primera persona que
comienza diciéndonos que sus recuerdos no son fiables. Este narrador, un
sesentón ya jubilado y en un cierto estado de paz, nos hace partícipes en la
primera parte de la novela, de los
grandes rasgos y acontecimientos de su
vida. Nada excepcional: el trío de amigos en el colegio al que se añade un
cuarto, Adrián, personaje a desvelar, penurias sexuales suplidas con pajas
apocalípticas, relaciones pasajeras (“tal como se viene se va”),
distanciamiento, matrimonio, paternidad, divorcio, soledad, una existencia
ordinaria con algún logro y algunos desengaños.
En la segunda parte Barnes aprieta las
tuercas y enfrenta al lector con el camino de vuelta: Tony (el personaje de la
voz narradora) recibe una pequeña y misteriosa herencia: una insignificante
suma de dinero con dos documentos: uno de ellos, un diario, cuyo intento de
recuperación hará revivir algunos acontecimientos del pasado, teñidos de
incertidumbres y remordimientos. Será en este camino de vuelta en el que la
vida no se presenta únicamente como una suma y una resta, sino también como una
multiplicación de las pérdidas y de los fracasos y que frecuentemente no somos
capaces de comprender. Es el sentido de un final, el obscuro corazón de una
vida y de un relato que convierte a la novela en un cúmulo de incertidumbres y
en la indagación de un misterio y que, al final, reexaminado a través de un
escalofriante y postrer encuentro, dotará a la novela de una gran potencia
reveladora y de destellos impensables.
No obstante, no resulta fácil entrar en la
esencia de este libro de gran calado que navega por las marejadas de la memoria
y por la fiabilidad de los recuerdos con los que pretendemos explicarnos a
nosotros mismo y que no siempre coinciden con la realidad. A pesar de las
pistas que proporciona el escritor, en la novela hay lo que Barnes llama
“misterios menores”: son los espacios en blanco del libro intuibles en las
últimas páginas, rellenables por los lectores según su propia lectura y
experiencias vitales. Todo ello es una prueba de lo esquiva que es la verdad,
como consecuencia de las falibles aguas de la memoria. Muestra así mismo de que
nuestra vida no es nada objetivo, sino la historia que nosotros mismo nos hemos
formado de ella. Una versión, nuestra narración, que sin embargo no nos priva
de la responsabilidad de nuestros actos en aquello que ha acontecido y en lo
que hemos tenido algún tipo de participación.
Así pues una novela perfectamente urdida que
nos va atrapando poco a poco y que solamente en las páginas finales nos dará
pistas para entender o dudar sobre el obscuro corazón de un gran relato.
Francisco
Martínez Bouzas
Julian Barnes |
Fragmentos
“Los
que niegan el tiempo dicen: cuarenta no son nada, a los cincuenta estás en
plenitud, los sesenta son los nuevos cuarenta y así sucesivamente. Sólo sé
esto: que hay un tiempo objetivo, pero también uno sujetivo como el que llevas
en la cara interior de la muñeca, al lado del pulso. Y este tiempo personal,
que es el auténtico, se mide con relación
a la memoria”.
…..
“Llegas
al final de la vida; no, no de la vida misma, sino de algo distinto: el final
de cualquier posibilidad de cambio en esa vida. Se te consiente una larga
pausa, el tiempo suficiente para hacerte la pregunta: ¿qué más hice mal? Pensé
en una panda de críos en Trafalgar Square. Pensé en una mujer joven bailando,
por una vez en su vida. Pensé en lo que no podía saber ni comprender ahora,
pensé en todo lo que nunca podía saberse ni comprenderse. Pensé en la
definición de la historia de Adrián. Pensé en su hijo apretando la cara contra
una estantería de papel higiénico para evitarme. Pensé en una mujer que freía
huevos de una forma despreocupada y chapucera, sin inquietarse cuando uno de
ellos se rompió en la sartén; después en esta misma mujer, más tarde haciendo
un gesto secreto y horizontal debajo de una glicina iluminada por el sol. Y
pensé en una ola de agua que se encrespa, pasa de largo velozmente y se
desvanece río arriba, perseguida por una banda de estudiantes gritando con
antorchas cuyos rayos se entrecruzaban en la obscuridad.
Hay
acumulación. Hay responsabilidad. Y, más allá de ellas, hay desasosiego. Un
gran desasosiego”
(Julian Barnes, El sentido de un final, páginas, 154, 185-186)