jueves, 31 de mayo de 2012

RADIOGRAFÍA DE LA GENERACIÓN "BONITA"

Generación perdida
Francisco Castro
Tradución: Moisés Barcia
Pulp Books (sello de Rinoceronte Editora), Cangas do Morrazo, 2011, 150 páginas.


Francisco Castro (Vigo, 1966), autor de Generación perdida, es uno de los más versátiles narradores gallegos. Así lo acredita su dominio de todos los registros narrativos, desde el relato histórico a la narrativa erótica, desde la literatura infantil y juvenil hasta la novela negra. Como muestra, su última aportación a este subgénero, In vino veritas, uno de los libros del verano para los lectores gallegos. En el año 2004 publicaba la versión original, Xeración perdida, cuya traducción al español edita ahora Pulp Books en ese plausible propósito de dar a conocer lo más original de la narrativa que se escribe actualmente en Galicia.
Hay novelas que son ajustes de cuentas, otras, la recuperación necesaria de la memoria histórica olvidada. Pero también se puede mirar hacia el pasado para radiografiarlo y al mismo tiempo hacer una catarsis. Y esta es la meta que persigue Francisco Castro con Generación perdida: hacer catarsis consigo mismo, con Ricardo el personaje central de la trama y, sobre todo, con su generación, la generación de aquellos jóvenes vigueses nacidos, como el autor, en la mitad de los 60 y que alcanzaron la pubertad y la juventud en las dos décadas siguientes. Por eso mismo, la novela se convierte en historia de la memoria.
Generación perdida, no será, como se nos recuerda en las últimas páginas, la novela de la explicación definitiva, el relato de las grandes  teorías y de las grandes soluciones. Es una novela de los recuerdos que brotan de nuestros ojos siempre con muchos rasgos subjetivos. Asentando su voluntad creadora en Borges (“Un hombre es su memoria”), Francisco Castro pretende acercarnos, con intención catártica, a la memoria  de la generación de la juventud viguesa que vieron la luz, como ya quedó apuntado, en la mitad de los 60 y que, desde el barrio de Teis fueron protagonistas pasivos de la movida viguesa de los 80, de aquellas “paridas”, subvencionadas oficialmente y publicitadas  con aquel invento mediático de “Madrid escríbese con V de Vigo”.Detrás de aquella gran mentira quedó atrapada una buena parte de la juventud, pringados y camellos, que se inició en la droga en una de las primeras actuaciones de Siniestro Total y Golpes Bajos, una noche de 1983 en Castrelos. La mayoría quedó en el camino, victimas del caballo, del sida y algunos todavía luchan para salir del agujero.
A través de tres personajes, Changüi, Calbot y sobre todo Ricardo, víctima, cabello y pringado respectivamente, aunque ninguno bueno o malo de forma absoluta, la novela radiografía el mundo de la droga, su penetración entre la juventud viguesa y la movida de la ciudad olívica de los años 80, con sus luces y sombras, más abundantes las últimas que las primeras. El verdadero protagonismo de la novela le corresponde a toda una generación, la generación de los niños “bonitos”, que sucedió a la generación progre (la que luchó contra el franquismo), que creció delante de Barrio Sésamo, comiendo bocadillos de nocilla, en una atmósfera de gran permisividad y pagó un alto precio por vivir. En la novela, en efecto, se nos permite ver lo más emblemático del Vigo de aquellos años y sobre todo el dibujo del barrio de Teis: el Vitrasa, los cines Fraga y Rosy, los conciertos musicales de Castrelos, las últimas escuelas unitarias, el barrio de Vichita, el instituto de la Guía, las katiuscas y coreanas. Y sobre todo el imparable avance de la droga.
Pero si algo debe de ser destacado en esta novela, este algo son las innovaciones formales que el autor introduce en el relato. Entre ellas destaco las siguientes: un autor omnisciente  que rompe conscientemente los géneros. Escribe un primer capítulo paradigmático en este sentido. Francisco Castro se convierte en protagonista  y rreflexiona sobre el acto de escribir, sobre la potencia creadora de sus personajes que le permiten existir como escritor. Y así mismo, la importancia de la historia, no de la verdad ni de la versomilitud. La hibridación genérica y un cierto talante ensayístico de la novela no se detienen en estas páginas introductorias. Con ánimo critico y con frecuencia mordaz, la voz narradora lanza constantes reflexiones, a la vez que piensa que tiene derecho a inyectar ráfagas meditativas en medio de la ficción, porque es la voz del creador y hace lo que apetece. Novela, pues, con mitin por medio como se autodefine a si misma.
Francisco Castro
 Son constantes las reflexiones del novelista sobre el avance del relato y sobre sus dificultades. La novela comienza hablando de si misma, en el primer capítulo, y el relato de la historia está acompañado constantemente por el relato de la elaboración de la propia novela. He aquí pues el carácter metaliterario al que ya aludimos. Y por último el fragmentarismo, reconocido por el propio autor: “esta es una novela del siglo XXI: fragmentaria, caótica, desordenada como el mismo siglo”. La historia se nos va narrando a trozos, con puntos y aparte, mezclando intencionadamente  fragmentos del pasado, con cortes y paradas, con el presente. Novela pues que precisa de un lector participativo. Novela así mismo catártica, purificadora, en la que el escritor, como Carlos Fuentes, afirma tener fe en el poder salvador de la literatura.

Francisco Martínez Bouzas

lunes, 28 de mayo de 2012

AUTOPSIA DE UNA LANGOSTA, HISTORIAS VISCERALES

Autopsia de una langosta
Helena Torres Sbarbati
Editorial Melusina, Barcelona 2010, 158 páginas.


   Ni el título, ni las ilustraciones de la portada y de la solapa, ni mucho menos esa frase promocional (“La mejor saga vampírica a la que le he echado el diente: la más audaz, sexy y sangrienta”) que Hernán Migoya  ha regalado a la casa editora – escrita posiblemente  sin haber leído el texto, como en alguna otra ocasión -,  le hacen justicia a este debut en la narrativa de Helena Torres Sbarbati, alias como bloguera “La Zorra Suprema”. La autora, desde el Cono Sur latinoamericano, recaló hace años en Barcelona y en la ciudad condal decidió publicar su primera novela. Es verdad que en el texto de la misma sobreabundan cagadas, meadas, menstruaciones, eyaculaciones y toda clase de flatulencias y secreciones. Un curioso punto de partida para una propuesta narrativa humanista, basada en la asunción de la animalidad humana. Pero es indudable que esta propuesta de Helena Torres, por muchas rarezas que encierre, entre las que la autora se siente como pez en el agua, porque “habita con orgullo la diferencia”, es mucho más que eso.
   Por de pronto, y desde una perspectiva estructural, el intento de encajar dos novelas en un solo texto: el acontecer cotidiano de una mujer a la que le complace identificarse con el sonambulismo, alter ego seguramente de la propia autora, que decide escribir una novela de amor romántico, entrelazada con las reflexiones, certezas, incertezas y recuerdos de carácter claramente autobiográfico.
   La novela, o su engendro enmascarado, se organiza en cuatro capítulos que se corresponden con las cuatro estaciones del año, y gira en torno a una relación de sexo y chute entre la protagonista y el hijo del hombre inválido al que ella cuida. En un periplo por la vida nocturna, por los ambientes más sórdidos de Barcelona, poblados por bolleras, macarras, hippies, rockeros y ángeles perdidos. Una vida asfixiante, un desamor autodestructivo, con el retrovirus al acecho, y que termina como el lector puede suponer: el chico en la cárcel condenado a la muerte más triste, la de la soledad del alma.
   Mas lo que realmente hace de este libro una rareza interesante, es la catarata de reflexiones, arrancadas del alma y sin ningún tipo de disfraz, por la aprendiza de escritora. Son sus historias viscerales, mucho más potentes que cualquier ensayo teórico, que nos gritan la verdad, o una parte importante de la misma, sobre el mundo femenino, sus sensibilidades, sus pasiones, sus aflicciones. Con la recuperación de su experiencia existencial, Helena Torres nos transmite, por ejemplo, que el porno está instalado en la mirada. Sus posibilidades y miserias se esconden tras el deseo. Que la prostitución es un acto de “empoderamiento”, como dirían las feministas latinoamericanas, que le permite a la mujer negociar con el macho, y desde una posición de poder, el precio de su placer, para acabar así con siglos de jerarquización, humillación y maltrato machista. Que tampoco es preciso fundamentarse en el mito o en la tradición del violador para tener sexo salvaje con una mujer. Ese tipo de masculinidad machista es tan perniciosa para ellas como para ellos. Precisamente gracias al desprecio de ese tipo de hombres, aprendió la protagonista que es mucho más útil ser zorra que gacela.
   En mi opinión la parte más interesante de la narración es aquella que se asienta en las páginas finales, cuando la protagonista rememora su vida “entrerriana” en Uruguay, Buenos Aires y Paraná. Su huida de una realidad, la Argentina de la dictadura, que la oprime. Su experiencia del desarraigo, dada su condición de extranjera, hasta que halla un ansiado hogar en La Floresta, detrás del Tibidabo. La recuperación  emotiva de sus raíces a través de la figura de Doña Reme, la anciana cargada de experiencia y de sabiduría, que acompañó su infancia.
Helena Torres Sbarbati
   Helena Torres Sbarbati pude presumir de agudeza y verosimilitud a la hora de recrear ese gran escenario de la Barcelona sórdida, preñada de personajes incalificables, habitantes, como las langostas de los fondos más turbios. No es preciso compartir ni dejarse atrapar por las ideas que marcan el norte de la narración. Basta con reconocer que la autora ha elegido, sin tapujo alguno, la vocación de la libertad y la desarrolla jugando con autobiografía y con la ficción. Nadie nos exige que disfrutemos con sus historias viscerales ni que comulguemos con sus artefactos ideológicos.

miércoles, 23 de mayo de 2012

DOCTOROW "ATRAPA" A NUEVA YORK

La feria del mundo
E. L. Doctorow
Traducción de César Armando Gómez
Miscelánea Editores, Barcelona, 2010, 344 páxinas.



Edgar Altschuler, apenas un bebé al inicio del relato, nueve años cuando concluyen las 344 páginas en las que se narra sus vivencias en el Nueva York de los años 30. Y sin embargo, no estamos ante una muestra de literatura juvenil, sino ante una gran novela de E. L. Doctorow, el genial escritor norteamericano, uno de esos narradores que nacen de vez en cuando, capaz de iluminar toda una época y otorgar nuevos sentidos a las experiencias de un niño en su aprendizaje de la vida.
El escritor que ha sabido reflejar como nadie la cara oculta de Norteamérica  y dotar de memoria colectiva a un país ahistórico, aunque no exento de mitos, nos regala en World’s Fair, no una de sus narraciones más conocidas, esas que han sido llevadas al cine o han merecido el honor del best-seller (Ragtime, Billi Bathgate, El libro de Daniel), pero si quizás la más clásica de sus novelas, merecedora de ser incluida por Harold Bloom en el canon occidental. Escrita en 1985, traducida seis años más tarde por Planeta, Miscelánea Editores la ha reeditado de nuevo hace unos meses.
No han sido pocos los escritores que han intentado atrapar eso que mil veces se ha dicho que es Nueva York: un estado de ánimo. En la nómina de los más emblemáticos se encuentra sin duda E. L. Doctorow y sus descripciones de las costumbres urbanas neoyorquinas. Doctorow, uno de los tres grandes de la literatura judeo-neoyorquina, junto con Henry  Roth e Isaac Bashevis Singer. Los tres han homenajeado a la ciudad con textos poblados por alta literatura.
En La feria del mundo Doctorow narra la historia de un niño, Edgar, rescatando sus primeros recuerdos, su temprana y paulatina apertura al mundo que le rodea, a su familia, a su madre Rose, al hermano Donald, a la tía Frances, que entran y salen de la narración, pero ofrecen detalles, cuya amalgama acumulativa permite al lector completar la imagen de conjunto. El escritor logra así entretejer el retrato de Edgar, pero también el de una ciudad, el de sus habitantes, el de una época, los difíciles años 30, cargados además de negros presagios bélicos. Muestra así Doctorow el perfil de una sociedad que intentaba superar los efectos de la gran Depresión del 29, que fraguaba mitos, como la Exposición Universal, las hazañas de Lindbergh y el recibimiento que los neoyorquinos le rinden en la Quinta Avenida, la llegada del dirigible Hindenburg, surcando los cielos para gloria de Hitler y su incendio en la torre de amarre. Un pasado recobrado con inmensa nostalgia, porque, en el fondo, La feria del mundo es la autobiografía parcial del escritor. El nombre E(dgar) y la fecha de nacimiento(6 de enero) gualan al protagonista y al narrador.
Y con melancolía leemos sus experiencias infantiles: el gusto seductor por dormir en la cama de sus padres, percibir sus respectivos  olores de macho y hembra; la vida del Bronx, en cuyas calles el niño prefería su propia compañía a la de cualquier congénere de su edad; los trucos del tío Willy; las chispas que sacaban del acero los afiladores de cuchillos y tijeras, fenómenos sugestivos que al niño le provocan asombro; el contacto con la muerte en el hospital; las discusiones de los padres que el niño escucha desde la cama; sus relaciones sexuales que no entiende porque las percibe como costumbres furtivas… Así, poco a poco, se va dilatando su horizonte, entran en escena los jóvenes de la esvástica y, entre susurros, comienza a enterarse de lo que está sucediendo en Europa con los judíos; los ecos bélicos, las imágenes de Londres bombardeado y su casas en llamas… llegan muy nítidas, aunque son percibidas como algo lejano.
Finalmente el despertar de la adolescencia, las dulces pero innombrables sensaciones del primer amor completan el aprendizaje de la vida: “Hasta entonces me había preocupado sin tregua por ponerme al corriente de la vida, por encontrarla, sentirla y comprenderla; pero lo único que tenía que hacer era estar en ella y ella, me instruiría y me daría cuanto necesitaba” (páginas 322-323).
El éxito de la narrativa de Doctorow se fundamenta en buena medida en la arquitectura sumamente simple de sus novelas. Apenas algún flashback puede distorsionar el hilo argumental cronológico, marcado por  el devenir de la vida de Edgar. Su ritmo es muy fluido, huyendo siempre de los golpes de efecto. Doctorow parece gozar describiendo los pequeños detalles de la vida familiar, por ejemplo, el ruido raspante de la brocha en la piel del rostro del padre. Pero nada tiene preponderancia sobre los demás. Minuciosidad y sencillez expositiva que configuran un estilo envolvente, rítmico, capaz de amalgamar múltiples oraciones subordinadas sin provocar distracciones o dificultades y sin congelar el ritmo  de la acción, evocando, sin embargo, en el lector múltiples sensaciones. El virtuosismo técnico de unos de los grandes maestros de la narrativa actual.





E.L. Doctorow ( Foto El País)


Fragmentos
                                         
                           Las “costumbres” furtivas de los padres

“Pero ellos tenían sus costumbres furtivas: yo estaba secretamente afligido por las cosas oscuras y misteriosas que mi padres hacían en la intimidad de sus relaciones. No sabía del todo qué cosas eran, pero sí que eran vergonzosas, que necesitaban la oscuridad. Era algo de lo que nunca se hablaba, que jamás se reconocía a la luz del día. Este aspecto de la vida de mis padres ponía una especie de sombra en mi pensamiento. A mi padre y a mi madre, soberanos del universo, los acometía algo que escapaba a su control. Qué problemático era esto, qué inquietante. Como mi abuelita con sus ataques, ellos se veían afligidos por  una especie de posesión, y después parecían volver a ser normales. No podía hablarle de eso a nadie, y mucho menos a mi hermano. Tenía suerte si lo ignoraba. La desconsoladora verdad era que había ocasiones en que mis padres no eran mis padres, en que no pensaban en mí para nasa. Yo no era un tema del que valiese la pena ocuparse. Me ofendía lo temprano que tenía que irme a la cama, en parte porque era antes que nadie, y en parte porque con ello venía aquel vasto período de oscuridad en el que ocurrían esas cosas de las que tenía un conocimiento insuficiente”
(E. L. Doctorow, La feria del mundo, páginas 99-100).

viernes, 18 de mayo de 2012

"EL SÍNDROME DE ALBATROS", JUEGOS DE LIBÉRRIMA FANTASÍA

El síndrome de albatros
Gonzalo Suárez
Editorial Seix Barral, Barcelona, 2011, 238 páginas.


Gonzalo Suárez no engaña a nadie. Sin contemplaciones ni medias tintas afirma que la verdad de sus libros estriba en el hecho de que son mentira. Toda literatura, en efecto, es en esencia una suplantación de la realidad. Y en el acto de lectura cada lector es consciente de este hecho, debido a ese  no firmado, pero no por ello menos real, pacto narrativo que acepta al abrir un libro. Por eso mismo Gonzalo Suárez es un “avis rara” en el panorama narrativo español. Desde sus inicios en la narrativa (De cuerpo presente, 1963) dejó meridianamente claros los propósitos de su estética personal: desligarse del omnipresente realismo entonces vigente. Un propósito que ha puesto en práctica tanto en la literatura como en cine y que le ha convertido en un actor de culto, en un raro, en un escritor de minorías. Ya lo había pronosticado Julio Cortázar al calificar la de obra resbaladiza y casi inasible la narrativa de Gonzalo Suárez, manjar “para alguien que aprecie los juegos sigilosos de una inteligencia irónica y la marginalidad deliberada”
A primera vista, sin embargo, los inicios de esta su última novela, El síndrome de albatros, pueden confundirnos sugiriendo falsas pistas. Pero en esta novela nada es lo que parece, ni siquiera la previsible trama argumental. No es un thriller con trasfondo erótico, sino una búsqueda de la identidad, una historia pirandelliana, un apego enfermizo, una reiteración casi infinita a un dolor del que no somos capaces de liberarnos, como el albatros que sigue al barco, sin rumbo, alimentándose del pescado que se tira por la borda.
Sobre estos umbrales estéticos reposa y se afianza El síndrome de albatros, que comienza con un libreto, “Lujuria”, un texto dramático obsceno que una viuda halla entre los papeles de su difunto esposo. Con vistas a despejar algunas incógnitas de dicho texto contrata a un cuentista, traductor y profesor de literatura, Ernesto Zóster, para que averigüe la realidad más allá de la ficción de uno de los personajes femeninos que aparecen en el libreto y cuyo desbordante erotismo despierta la curiosidad y aviva los celos de la viuda. Ernesto Zóster acepta la propuesta y el lector es inducido engañosamente a leer algo que El síndrome de albatros no es: una novela negra.
El obsceno guión teatral desencadena una singular peripecia, un enredo en el que se verá atrapado este singular investigador, asido por la propia trama hasta el punto de convertirse él mismo en sospechoso y tener que enfrentarse a incógnitas sobre su propia existencia que le llevarán, no obstante, a encontrase consigo mismo.
El escritor nos enfrenta en su texto con distintos niveles de ficción, con un constante juego de refracciones, con preguntas reiteradas sobre dónde está la verdad de la literatura. Con una respuesta que no deja lugar a la duda: “la literatura es un río que discurre por cauces paralelos a la realidad y no la encuentra nunca” (página 160).
Y sobre las columnas que sustentan esta aparente historia, Gonzalo Suárez despliega materiales diversos (cuentos, cine) y sobre todo sus obsesiones y sus habituales inquisiciones: la búsqueda de la identidad, historias donde la realidad no es lo que parece, la tergiversación entre lo soñado y lo vivido, el sexo, la muerte, los juegos de ideas.
El resultado es una novela tan rica como compleja. Literatura en estado puro y duro, únicamente para paladares acostumbrados a lecturas laberínticas y a múltiples juegos de libérrima fantasía.

Francisco Martínez Bouzas


Gonzalo Suárez

Fragmentos

“Ludivina había creído encontrar su selva particular en la lujuria y ahora necesitaba a alguien, como yo, que le contara el cuento que quería oír antes de que el mar invadiera definitivamente su escenario. Lo que ella no sabía era que yo estaba tan perdido como ella. No hay cuento más terrorífico que nacer para morir. No es raro que intentemos trastocar el horror en divertimento y la existencia en juego. O que un piadoso pasado opte por esconderse tras las esquinas del olvido. Aceleré, y los árboles del bosque dejaron de ser árboles para metamorfosearse en consecutivas fachadas cuyas fugaces ventanas ladraban delatoras desde sus cuencas vacías. Trataba de dejar atrás el recuerdo que me perseguía como el perro rojo de fauces babeantes tras la verja del jardín. Me parecía sentir su aliento en mi cogote y la mordedura en mi costado”

…..

“La rubia cabellera se descuelga de la mesa. Marcelo ha quitado las esposas a Ludivina que, desnuda entre los recortes dispersos del traje de baño y las cartas esparcidas, se abandona con lasitud al objetivo de la cámara fotográfica. A golpe de flash, Marcelo explora y captura el cuerpo desmadejado. Tan pronto cubre el sexo de la mujer con un as de oros a modo de púdica hoja de parra como se coloca el as de espadas entre los dedos del pie con necrofílica delectación. La película es una pesadilla premonitoria cuyos peores presagios ya se han cumplido. Las fotografías intercaladas en el montaje, me retrotraen a las encontradas en el desván. Tomadas por el mismo fotógrafo, en distinto tiempo y lugar. A distinta mujer. Mi mujer”

(Gonzalo Suárez, El síndrome de albatros, páginas 74, 115)

miércoles, 16 de mayo de 2012

"FLORES DE VERANO", UN RECORDATORIO DEL HORROR

Flores de verano
Tamiki Hara
Traducción de Yoko Ogihara y Fernando Cordobés
Editorial Impedimenta, Madrid 2011, 120 páginas.



Tamiki Hara (Hiroshima, 1905) estaba allí el 6 de agosto de 1945 a las ocho y quince minutos cuando estalló la bomba. Pudo sobrevivir pero vivió en primera persona las traumáticas experiencias de la primera bomba nuclear lanzada sobre un núcleo humano. Y en los tres relatos que componen este volumen, recuerda y presta testimonio de aquel acto superlativo de horror. Sus relatos son un ejemplo paradigmático del subgénero literario japonés “literatura de la bomba” (genbaku bungaku), una perfecta vía para presentar los más intensos horrores de los que es capaz la especie del hombre sabio. Aquellos profundos y pavorosos acontecimientos, sufridos en propia carne, marcarían el norte de la vocación literaria de Tamiki Hara y también su vida, hasta el punto de acabar lanzándole a la vía de un tren (marzo de 1951).
Editorial Impedimenta publica ahora, en una de sus esmeradas ediciones a las que nos tiene habituados, la trilogía de relatos en los que Tamiki Hara plasmó sus vivencias de aquel fatídico día 6 de agosto y de los días y meses posteriores. En la presente edición Impedimenta no respeta el orden en el que originariamente fueron escritos y publicados los relatos, sino una cronología más coherente con la línea temporal lógica de los acontecimientos.
Tres textos pues plasman el bombardeo de Hiroshima. Textos escritos por un hibakusha (persona bombardeada). El primero de los relatos, “Preludio a la aniquilación”, el de mayor amplitud y último en ser escrito, nos presenta a un alter ego del propio escritor. Tras el fallecimiento de su esposa, regresa al hogar y nos pone al corriente de su situación familiar al mismo tiempo que describe el día a día de la vida en Hiroshima en el período previo a la tragedia. Un sentimiento de premonición y de espera fatalista recorre las páginas de este primer relato. Hiroshima era una ciudad reservada por los americanos para la comprobación in situ de los efectos de la bomba. Por eso los habitantes de la ciudad viven y duermen con la convicción de que el fin se acerca de forma irremisible. Hara nos traslada con maestría ese clima de angustiosa espera, con unos ciudadanos que se debaten ante la esperanza del fin de la guerra o el temor a la aniquilación. La vida y la muerte jugando una vez más su partida.
El segundo relato, “Flores de verano” es bastante más breve, pero profundamente aterrador. El lector asiste horrorizado a un minucioso registro de la tragedia, del día en que cayó la bomba a través de las vivencias del protagonista-narrador. Sin que nadie fuera capaz de comprender y explicar el porqué y el de dónde provenía aquella inmensa devastación. Los supervivientes huyen de un lado para otro, elevando sus dramáticos lamentos, aunque en consonancia con el espíritu nipón: la resignación, la aceptación del destino, conteniendo su dramatismo y también su ira.
Finalmente, “De las ruinas” narra el viaje del protagonista a una población rural cercana y su posterior regreso a la ciudad aniquilada. Focalizando la narración en las experiencias más próximas, su propia familia, Tamiki Hara atisba los efectos de la radiación, un dramático y desconocido elemento maligno que contamina el aire y destroza los cuerpos.
Tamiki Hara narra en primera persona, la voz testimonial más creíble. Y narra sin ninguna concesión al adorno, lo que vio y experimentó, la secuencia vertiginosa de horrores, sin efectos especiales, como alguien ha subrayado, que marcaron su propia existencia y la de miles de conciudadanos. Textos directos y sencillos, sin truculencias, también sin piedades, que supuran un inmenso dolor,  pero con un final que no le cierra la puerta a la esperanza y a la solidariedad: “Incluso entonces, en Hiroshima, siempre había alguien que buscaba a alguien” (pagina 120).

Francisco Martínez Bouzas


Tamiki Hara

Fragmento

“El carro se dirigió hacia Kokutaiji. Al cruzar el puente de Sumiyoshi hacia Koi, se nos ofreció una visión panorámica de las ruinas. Bajo el sol cegador, en la plateada desolación que iluminaban sus rayos, había caminos, ríos, puentes y también había cadáveres abotargados y enrojecidos dispersos hasta donde alcanzaba la vista. Era, sin duda, un nuevo infierno, planificado con precisión y destreza. Allí todo lo humano había sido exterminado, como si las expresiones de los rostros de los cadáveres hubieran sido sustituidas por un único molde fabricado en serie. Sus extremidades eran presa de una especie de ritmo diabólico: el rigor mortis parecía  haberlos atrapado en el último estertor de su agonía. Los cables eléctricos, caídos y enmarañados, y los incontables cascotes diseminados por doquier propiciaban una atmósfera de angustia y crispación, de caos en medio de la nada. Al ver los tranvías, descarrilados y reducidos a ceniza en un instante, y los caballos tendidos sobre sus inmensos vientres tumefactos, uno pensaba que había entrado de cabeza en un cuadro surrealista (…) Por la calle, humaredas; el intenso hedor de la muerte lo invadía todo”

(Tamiki Hara, Flores de verano, página 90)

domingo, 13 de mayo de 2012

"MENTIRA", UNA APUESTA POR LA CALIDAD LITERARIA

Mentira

Enrique de Hériz

Edhasa, Barcelona, 635 páginas
(LIBROS DE FONDO)



La gestación de Mentira supuso una arriesgada apuesta para su autor, Enrique de Hériz (Barcelona, 1964). Graduado en Filología Hispánica, se dedicó desde muy joven  al trabajo editorial, llegando a ser director editorial de Ediciones B. Intentó compaginar su actividad como editor con su vocación de narrador. Fruto de este maridaje, surgieron tres novelas, El día menos pensado (1994), Historia del desorden (2000) y Sorda pero ruidosa (2003). Hasta que hace once  años, dejó su cargo para dedicarse por entero a escribir su cuarta novela, este monumental trabajo narrativo.
Su atrevimiento se vio recompensado desde el primer momento. Primero a través de la recomendación personal, del boca a boca, después con los elogios unánimes de la crítica que descubre este insospechado tesoro narrativo,  el caso es que Mentira agotó edición tras edición. Más de treinta mil ejemplares vendidos a los pocos meses de su lanzamiento y el entusiasmo de los libreros catalanes, convirtieron a Enrique de Hériz en el segundo autor español, después de Javier Cercas con Soldados de Salamina, en obtener el Premio Llibreter, situándose a la par del Premio Nobel, J. M. Coetzee. En el año 2004, Mentira  fue durante varios meses, junto con La sombra del viento,  la novela española mejor situada en el ranking de las más vendidas, sólo superada por los best- sellers, El Códido Da Vinci y El Club de Dante.
Estas consideraciones extraliterarias nos dan pie para pensar que estamos ante una inmensa fabulación, no solamente por la extensión de sus 635 páginas, sino sobre todo por su calado narrativo, por un riquísimo texto en el que se conjugan, con eficacia y armonía, aventura y profundidad filosófica que, sin quererlo, nos traen el recuerdo de Conrad. Una gran fábula, profunda, poderosa, inteligentemente escrita, que sabe combinar intriga, acción y elementos reflexivos. Y que nos atrapa desde esa emblemática primera línea: “¿Muerta? ¿Muerta yo? A quién se le ocurre. No mientras me quede una sola palabra por decir”.
El punto de partida de Mentira fue una obsesión de la adolescencia. El autor confesó que cuando falleció su padre, víctima de un cáncer, tras una larga agonía, el niño de doce años acompañaba a su madre cada tres meses para obtener del juzgado la fe de vida confirmando que su padre seguía vivo. Aquello, relata Hériz, le tenía cautivado y de esa experiencia extrajo la conclusión de que la vida es una leyenda, una riquísima leyenda que nosotros mismos construimos, muchas veces con pequeñas mentiras.
La experiencia se plasmó en un texto con una historia cuyo inicio es el erróneo anuncio de la muerte en tierras guatemaltecas de una conocida antropóloga, especialista en ritos funerarios. Descubre, sorprendida, que los periódicos han publicado su esquela y que su familia ha repatriado sus cenizas. A partir de este acontecimiento, Enrique de Hériz levanta una enorme estructura narrativa en la que se alternan dos voces: la de la antropóloga y la de su hija que vive en Cataluña. Entre las dos nos van descubriendo una historia familiar repleta de pequeñas mentiras, cuentos, leyendas o ritos funerarios practicados de forma atávica por pueblos primitivos. Y como telón de fondo, una reflexión sobre la muerte, especialidad de la antropóloga, sepultada en el corazón de la selva caribeña. Una obsesión se convierte en el hilo conductor del discurso narrativo: saber quiénes somos y si en definitiva la muerte nos dota a todos de la misma identidad. Mentira, suturando realidad y ficción, lo testimonial y lo legendario, aventura y hondura filosófica, en una impresionante estructura narrativa, que incluye a veces reiteraciones redundantes, refleja en múltiples espejos y con pinceladas de humor, que nuestra vida es una ficción, erguida a través de lo que nos han dicho que somos, que el presente, real pero muchas veces falso, se construye a partir de un pasado épico y legendario poblado de minúsculas mentiras. Una gran fábula, poderosa e inteligentemente escrita, sobre una obsesión: saber quién somos y si la muerte nos dota a todos de la misma identidad levantada con frecuencia sobre elementos legendarios. Así lo pone de manifiesto el escritor: para identificar el frío, nuestro cerebro precisa tener una noción del calor. Solamente contraponiéndolos puede incorporarlos a conciencia. Para conocer de verdad lo que significa estar vivo, lo tiene mucho más difícil; le falta el otro extremo de la comparación, ya que no nos resulta posible saber qué significa estar muerto. Por eso necesitamos edificar nuestra identidad sobre una armazón  de leyendas que no siempre tienen la solidez deseada. Ante la ausencia de la verdad, construimos la mentira.

Francisco Martínez Bouzas


Enrique de Hériz

Fragmentos

“¿Muerta? ¿Muerta yo? A quien se le ocurre. No mientras me quede una sola palabra por decir. Estoy en la Posada del Caribe. Llevo aquí casi un mes y medio sin ver a nadie. Mentira: una vez por semana viene Amkiel a traerme provisiones. Los martes, creo, aunque mi noción del tiempo no es demasiado fiable. Aquí todos los días se parecen.
Posada del Caribe. Menudo nombre. Son seis cabañas rectangulares, dispuestas en torno a una cuadrada y mayor  que las demás, que cumple las funciones de comedor y centro de intendencia. Todas tienen techumbres de palma. Paredes de troncos gruesos hasta media altura. Grandes cristaleras en la mitad superior. Lástima de mosquiteras. Son tan tupidas que apenas dejan pasar la luz de la jungla, ya por sí escasa. Porque estoy en la jungla de Petén, en el norte de Guatemala. Queda muy lejos el Caribe”
…..

“Llegar hasta el final. Necesito llegar hasta el final. Se lo digo todo de golpe. Casi todo: se llama Ismael, lo conocí en el trabajo. Cuántos hijos tiene, me pregunta. Qué quieres decir. Hombre, si no has dicho nada a nadie será que está casado. No, no está casado. Entonces cuál es el problema. El problema es. Me corto. Me callo. Bajo la cabeza. Luis no presiona. Sabe que estoy a punto de decirlo: el problema es que tiene veintitrés años.
Se queda un rato callado, mirando al techo. Está sacando cuentas. Le echo una mano: quince, Luis, le digo. Soy quince años mayor que él. Y qué, dice. Me mira. Y qué. Pero pienso que habla por hablar. Por quedar bien. Eso no es ningún problema, dice. No seas ridículo, Luis. Soy una mujer. Soy una mujer madura. Ismael es un crío. Bueno, si estás enamorada de él…¿Enamorada? No sabes lo que dices. Estoy a punto. Quiero decírselo: enamorada no, lo que estoy es embarazada. Pero no se lo digo”

(Enrique de Hériz, Mentira, páginas 11 y 269)

miércoles, 9 de mayo de 2012

EL SALARIO DEL MIEDO

El salario del miedo
Georges Arnaud
Tradución de Encarna Castejón
Prólogo de José Giménez Corbatón
Editorial Contraseña, Zaragoza, 2011, 2002 páginas.


El salario del miedo fue publicado en 1950. Más de sesenta años después el relato de Georges Arnaud, pseudónimo de Henri Girard, no ha perdido fuelle, sigue suscitando el interés del lector que busca saciar en la literatura su sed de aventuras. Y si el lector es un cinéfilo  y tuvo la oportunidad de ver en una pantalla aquella adaptación en blanco y negro que de la novela hizo Clouzot en 1953, con Yves Montand de protagonista, ganadora de la Palma de Oro de Cannes y del Oso de Oro del Festival de Berlín, la lectura de la novela de G. Arnaud debería significar el regreso a las fuentes escritas por un novelista tan subversivo como el cineasta francés.
Georges Arnaud se convirtió con la publicación de El salario del miedo en un escritor debutante. Precedido de oscuros sucesos (el asesinato de su familia del que fue acusado y finalmente absuelto), bohemio generoso que dilapida la fortuna familiar, emigrante en el continente latinoamericano donde desempeñó dispares oficios, entre ellos el de camionero. A su regreso a París publica El salario del miedo que se convirtió de inmediato en un gran éxito editorial.
Georges Arnaud patentiza en El salario del miedo lo que él mismo llama “la poética del riesgo asalariado”, sobre todo cuando el salario es la recompensa de un trabajo sumamente peligroso: conducir un camión cargado de nitroglicerina desde un supuesto poblado guatemalteco (Las Piedras) hasta un pozo de una compañía petrolera norteamericana que ha explotado y no cesa de arder. Urge llevar la nitroglicerina hasta el lugar de la explosión ya que se considera que su detonación es la única forma de sofocar las llamas. Al anuncio en el que se solicitan camioneros expertos, se presentan numerosos voluntarios dispuestos a jugarse la vida por los mil dólares (el salario del miedo) que la compañía petrolífera ofrece por cada viaje. Son aventureros que malviven en lo que antes era un pequeño y limpio puerto de mar y ahora es un lodazal, rodeado de desolación, traficantes, prostitutas, alcohólicos… que esperan en vano una oportunidad.
Cuatro son los elegidos, no entre conductores expertos sino entre suicidas, entre tipos dispuestos a afrontar cualquier vicisitud con tal de lograr el dinero y escapar de aquel lugar.
Encerrados en los camiones, este cuarteto de perdedores transportan la nitroglicerina por carreteras erosionadas y territorios abruptos, imposibles. Uno de ellos es Sturmer. Viaja en compañía de un rumano, asesino confeso de su mejor amigo, que solo le ocasiona problemas. Las jornadas del viaje se harán interminables, obligados a luchar contra mil adversidades, pero sobre todo contra el miedo.
Porque, aunque en esta novela hay múltiples actantes, seres amorales que basculan entre la bajeza y la camaradería, lo que realmente se deja sentir es el protagonismo prácticamente exclusivo del miedo, como con acierto apunta el prologuista. En una narración sin resquicios, el miedo se hace omnipresente. El miedo, un miedo unas veces líquido, incoloro, insípido, otras, un miedo sólido, que pesa, aplasta, petrifica, modula y gobierna la conducta de los personajes. Se anuncia tan pronto como el cartel de la Crude and Oil Limited reclama camioneros expertos. Se reitera en la tasca prostíbulo del poblado de Las Piedras cuando alguien que consume sus días al margen de cualquier perspectiva, señala como “muertos” de antemano a los camioneros seleccionados. Y el miedo despliega sus alas y aprieta sus garras sobre todo en el viaje, en el transporte del explosivo.
A la par del miedo conviven en la narración de Georges Arnaud la insensibilidad y la degradación moral, así como un retrato muy crítico del capitalismo feroz de las empresas extranjeras que explotan Latinoamérica, buscando márgenes de rentabilidad al margen de cualquier consideración ética y de los posibles daños colaterales que su insaciable hambre depredadora provoque.
El pequeño y túrbido  microcosmos en el que nos introduce Arnaud es una amalgama de egoísmos entre explotados, despojos viriles, marginación, desgracia. Con escasos personajes femeninos si exceptuamos la omnipresencia de la muerte y la de la sumisa prostituta nativa que también está en la cola de las redenciones imposibles.
Los más de dos millones de ejemplares de El salario del miedo vendidos en Francia dan fe de las apetencias de un argumento para un lector interesado en la aventura, cuando esta se encuentra acompañada de calas meditativas, exentas no obstante de moralismos, erguida a través de una estructura en la que tiene cabida una perspicaz presentación de la acción, con las oportunas pausas para incrementar la tensión y una prosa sobre todo efectiva, intencionadamente descuidada, poblada con buenas dosis de argots del hampa de estos perdedores que, en su bajada a los infiernos, nos demuestran que pueda haber una poética del pico y pala, tesis que Arnaud sostiene en la “Advertencia” que precede al texto.

Francisco Martínez Bouzas


Escena de la película "El salario del miedo" dirigida por Clouzot (1953)

Fragmentos

“Las voces resonaban con fuerza en el salón del Corsario Negro, el antro de Las Piedras, y no obstante parecían provenir de un altavoz. Al oírlas nadie pensaba en el espectáculo de los aficionados de pie en los tendidos; había que buscar con la mirada el aparato de radio que captaba, entre interferencias, la retransmisión de una corrida. Quizá era por culpa de la húmeda niebla que flotaba tanto en la ciudad como dentro del local. Los habitantes de Las Piedras la llamaban aliento de caimán, a causa de los innumerables cocodrilos que infestaban el delta”

…..

“El irlandés exhaló una gran bocanada de humo y continuó:
-He querido hablaros personalmente para que no haya malentendidos. Necesito cuatro conductores para llevar a la torre Dieciséis dos camiones cargados con mil quinientos kilos de nitroglicerina. Los camiones son corrientes, sin amortiguadores compensados, sin dispositivo especial de seguridad, en excelente estado, nada más.
Los hombres escuchaban son prestar demasiada atención. Hasta el momento, se estaban aburriendo. Estos yanquis eran todos iguales: locos por los discursos familiares redactados según los métodos de Dale Carnegie para una entrega de premios. El colmo…”

…..

“Ha caído la noche sobre Las Piedras, sobre las playas y orillas del Guayas. En el campamento de la Crude se han apagado las luces de los despachos y se han encendido, al unísono, las luces de los bungalós privados.
La ciudad tiene miedo. Al caer la tarde ha corrido el rumor del transporte previsto para la noche, y las casas que bordean la carretera han quedado vacías. Luego el pánico se ha apoderado del resto de la población, y se ha iniciado un éxodo hacia las partes altas. Solo se han quedado algunos viejos.
-Si pasa algo, será el fin del mundo. No vale la pena irse, será igual en todas partes”

…..

“El miedo. Está ahí, sólido, presente y estúpido, no hay manera de escapar. Fuego en el culo y  no poder correr. Solo que el miedo se puede rechazar; una carta de recomendación del Diablo, y se rechaza. Pero sigue esperando en el umbral. Se acomoda detrás en el tanque de nitroglicerina, y acecha desde allí. Se lleva bien con esa sopa de muerte repentina. Como un par de gatos, una pareja de tigres  que fingen dormir para elegir mejor el momento. Pero, si el explosivo salta primero, el miedo se verá burlado, tendrá que irse con las manos vacías, habrá llegado demasiado tarde. Y sin embargo allí está, agazapado a tu espalda, con las ruedas traseras bajo su vientre de  animal azul, de verdadero Apocalipsis; allí está, dispuesto a saltar”

(Georges Arnaud, El salario del miedo, páginas 51, 76-77, 96-97, 104)

martes, 8 de mayo de 2012

ATRAPADOS POR EL VENENO DEL MAL

El mar y veneno
Shusaku Endo
Ático de los Libros, Barcelona 2011, 200 páginas.


Shusaku Endo (1923 – 1996) es uno de los grandes escritores japoneses del pasado siglo. Candidato al Nobel de literatura en el año 1994, premio que no obtuvo en parte por las presiones de los católicos japoneses – Shusaku Endo fue católico -  ofendidos porque en una de sus novelas un personaje pisotea la imagen de Cristo. El mar y veneno, su primera gran novela, editada en el idioma original en 1958, ve ahora en Ático de los Libros su primera versión al español. La narrativa de S. Endo refleja en buena medida algunos dilemas de su fe católica, especialmente la responsabilidad del ser humano ante sus acciones, elecciones y omisiones, cuando estas provocan resultados trágicos. Su preocupación por el problema del mal establece sin duda una red de diálogos con Dovstoyevski o Graham Greene.
El mar y veneno está basada en hechos reales que tuvieron lugar durante la segunda Guerra Mundial: los horrorosos experimentos médicos llevados a cabo sobre prisioneros norteamericanos capturados por los japoneses, que culminan con la fría y metódica vivisección pulmonar de uno de ellos hasta producirle la muerte. Tales experimentos tenían por objeto determinar el límite cuantitativo de solución salina normal que se puede inyectar en las venas del prisionero antes de que muriera; evaluar el volumen de aire que igualmente se puede inyectar en las venas de otro prisionero a partir del cual el sujeto fallece. Y finalmente, el tercer experimento pretendía establecer el límite hasta el que se puede seccionar la masa pulmonar antes de que el prisionero fallezca. Todos estos experimentos, realizados sobra cobayas humanas, se consideraban de gran transcendencia para la medicina de guerra.
La novela nos acerca a esos brutales asesinatos desde el punto de vista de algunos de los personajes que participaron en los mismos. La acción transcurre en el hospital universitario de Fukuoka, reflejo de una nación derrotada, que vive entre la extrema miseria, el nihilismo y el hundimiento de unos valores considerados básicos y eternos tanto en la ética budista como en la cristiana: los prisioneros son unos bastardos, nos han bombardeado todo lo que han querido, ya están sentenciados a muerte. Poco importa de qué manera los ejecutemos. Por lo mismo son, junto con ciertos pacientes japoneses, marionetas en las manos de algunos cirujanos que experimentarán con ellos para medrar profesionalmente.
Con una estética muy personal y en un texto muy efectivo, aunque narrado con gran ahorro de medios, Shusaku Endo narra, no los aspectos macabros de las vivisecciones, sino la lucha interior que producen en Suguro, un estudiante de medicina, interno en el hospital, después del ofrecimiento del jefe de los cirujanos para que  participe en las mismas. Y las reacciones, conectadas a sus pasados, vivencias y entornos, de otros protagonistas activos de los experimentos.
El inicio de la novela se centra acertadamente en la enigmática personalidad del doctor Suguro, ejerciendo su profesión en un barrio residencial, en un consultorio obscuro, con olor  a falta de limpieza y las cortinas siempre cerradas. Una efectiva analépsis  traslada la acción hacia el pasado y nos lo muestra en su trato compasivo con los enfermos tuberculosos de Fukuoka y en sus dudas existenciales. Cuando se le propone participar en el experimento con los prisioneros no sabe porqué no reaccionó; simplemente dijo que si, dormitando después en una negritud de pesadillas. Es su lucha contra la pregunta por el porqué.
Otros protagonistas de los experimentos (“Los que serán juzgados”) son atrapados sin más por el veneno del mal, sin ningún remordimiento, ni sentido de culpa. Es el caso de la enfermera Ueda, una mujer profundamente herida, sin nadie en quien apoyarse. Acepta, aunque no le importa nada ni su país, ni el avance de la ciencia. O el interno Toda, verdadero paradigma de una moral heterónoma. No se considera una persona con la conciencia paralizada, aunque carece en absoluto del sentido de la culpa y del pecado y es capaz de contemplar, sin perturbarse, el sufrimiento y la muerte agónica de otra persona  mientras nadie se lo reproche.
Son los personajes secundarios de los asesinatos, capturados en sus complejidades emocionales, en sus contradicciones, e el juego de celos profesionales. En el infierno de unas vidas destrozadas por la guerra y negativas experiencias vitales anteriores. Insensibles, excepto Suguro, a cualquier sentido de culpa, en su mentes la idea de que estaban cometiendo un asesinato no había tomado forma ni había despertado ningún sentimiento. Ansiaban la puñalada del remordimiento, pero no sentían nada: ni dolor ni pena.
Shusaku Endo dibuja, como he dicho con una gran economía de medios, un fresco aterrador sobre esa zona obscura de la condición humana, capaz de convivir con crímenes abyectos, inmune ante el veneno del mal. Fuera, y como ruido de fondo, el rugido turbador de un mar igualmente obscuro. Es quizás ese rugido, metáfora de la obnubilación moral, el que ahoga las presadillas antes de que afloren en la conciencia.

Francisco Martínez Bouzas

                                                 
                                           Fragmento

“Quería sentir remordimiento. Ansiaba la puñalada fría clavándose en su pecho, la que arranca el corazón y destroza el alma. Pero aunque había vuelto a la sala de operaciones en busca de esos sentimientos, no sentía nada. A diferencia de los civiles, estaba acostumbrado a los hospitales y sus frías salas de operaciones. En más de una ocasión había estado solo después de una operación. ¿Qué diferencia había entre esas veces y ésta? Si existía era incapaz de darse cuenta.
En ese lugar se quitó la chaqueta. Repasó con insistencia en su mente los movimientos del prisionero, uno por uno, y esperó en vano que el dolor del remordimiento retorciera su corazón”
(Shusaku Endo, El mar y veneno, página 188)

lunes, 7 de mayo de 2012

EL PERRO QUE COMÍA SILENCIO

El perro que comía silencio
Isabel Mellado
Editorial Páginas de Espuma, Madrid 2011, 126 páginas.


La autora, Isabel Mellado, es una ciudadana chilena, becada para estudiar con el Concertino de la Orquesta Filarmónica de Berlín. Comparte su espacio vital entre Granada y otras ciudades europeas en cuyas orquestas actúa con frecuencia como violinista. En su debut como narradora en solitario, los pentagramas, filigranas y arpegios musicales dejan su impronta en la trama de algunos de sus relatos breves y quizás también en las melodías formales, especialmente en las numerosas sinestesias que convierten su estilo en una constante armonía, no exenta, sin embargo, de solos y de solistas que nos tramiten el placer de la lengua. Porque también en prosa es dado hacer arte con las palabras.
Isabel Mellado articula su opera prima, esta antología de textos de recompensa inmediata, en tres partes:”Mi primera muerte”, “La música y el resto” y “Huesos”. Las dos primeras se nutren de prosas en las que la autora deja constancia de sus sueños, su especial relación con la realidad y las querencias de su profesión como música.
Los quince relatos de la primera secuencia están transitados por un cierto animismo: los objetos y los animales hunden sus raíces en una esencia semejante a la nuestra. Así el cuento que le sirve de rótulo al libro: el perro bautizado como Croqueta, pero al que todo el mundo llama chucho, que reflexiona sobre el significado y veracidad de los silencios humanos. No olvidemos que sus silencios preferidos son los de los huesos y los de los enamorados, que huelen a bistec y a anhelos, mientras que los de los cónyuges son turbios y estrechos. “Carne de espejo” es la historia de amor entre el protagonista y su espejo, al que trata como su alter ego, como un ser humano. A veces, más que reflejarle, se vacía en él, se hunde en su carne, lo siente, lo suplanta. En “Cuatro horas al cubo” la escritora reflexiona sobre los cambios de identidad en función de los acompañantes y de los trenes que se toman. Y es que cuatro horas al cubo dan para ser algo y su contrario, en una terapia, como si mudásemos de piel. En “Eternidad 77 x 53” nos compadecemos de una Gioconda vencida por el cansancio de tantos siglos de soledad, “Mona solita como la una”. Tan derrotada está, que ha aprendido a dormir con los ojos abiertos. Paradigma, pues esta Gioconda, de la absoluta soledad, a pesar de tantos visitantes y admiradores, algunos incluso celosos y posesivos. Destaco, por último en esta primera parte  los relatos “Me enamoré de un pez” y “Ombligo o(m)bligar”. El primero nos enfrenta con una prosa surrealista que radiografía ciertas historias de amor y de sexo: sin darte cuenta, te acuestas con alguien resbaladizo como un pez. Al final, comprendes que no queda nada, solo una historia de sábanas y de escamas. El segundo es un “divertimento”  sobre los ombligos. Lavar  el ombligo produce vértigo, ya que es como enjabonar el origen. Múltiples son sus anatomías: pentatónicos, herméticos, quijotescos, en los que, al escarbar, no solo se halla hollín, sino también viejas corcheas, minutos que se creían perdidos, lágrimas fosilizadas.
En los relatos de la segunda parte, aflora la pluma eminentemente musical de Isabel Mellado. Son todos ellos protagonizados por músicos, instrumentos o notas musicales. Un brevísimo esbozo de dos de ellos, muetra su peculiar aire de familia. En “La nota larga”, Isabel Mellado nos permite conocer al violinista que ha perdido a su esposa y toca sin parar – la nota larga -, como si pretendiese enseñarle piedad a Dios. “El concierto (La otra historia)” nos acerca a la experiencia sentida, sufrida y gozada de los músicos de una orquesta, antes y después del concierto. Sus horas previas preñadas de miedo, de rituales (“nada de café, ni de sexo, eso si, la patita del conejo en el bolsillo”). Después, el tránsito del miedo al gozo catártico, al concluir la sinfonía.
El libro se completa con una tercera parte, prescindible a mi juicio, compuesta por una constelación de frases cortas, catalogables entre el aforismo, la greguería y el haikus. Algunas ingeniosas (“El que ríe último, ríe solo”). Otras que en mi non han sido capaces de dejar la huella de ninguna emoción.
Isabel Mellado
En una valoración del conjunto de esta narrativa breve de Isabel Mellado, yo diría, ante todo, que no estamos ante relatos excesivamente narrativos. Lo más importante en la mayoría de estas prosas no es la carga diegética, el mundo ficticio que constituye la historia narrada. Tampoco la condensación. Isabel Mellado apenas acepta el reto del microcuento, del hiperbreve. Encerrar estructuras narrativas completas en muy pocas palabras. Su acento personal, con el que pretende conseguir del lector el efecto perseguido, lo esconde bajo el manto de la invención, de su hacer literario entre lo melifluo y lo melancólico y en el que las referencias musicales y los hallazgos formales (metáforas, sinestesias, comparaciones insólitas) construyen un juego poético que nos produce asombro, una lágrima o una sonrisa.
                                         
Francisco Martínez Bouzas