viernes, 4 de octubre de 2013

EN LA SORDIDEZ, SIN ASIDEROS VITALES




Hijos de la luz
Robert Stone
Traducción de Inga Pellisa
Editorial Libros del Silencio, 2013, 379 páginas.


   Temíamos lo peor, pero afortunadamente no fue eso lo que ha sucedido y la editorial independiente, que tiene como lema la frase de Pascual Quignard (“Un libro es un fragmento de silencio en manos del lector”), ha sobrevivido al inesperado fallecimiento producido recientemente de su fundador y director, Gonzalo Canedo. Y sigue apostando por la escritura abismal de Robert Stone (Nueva York, 1937), el novelista que, según John Banville, va directo al corazón del infierno moderno. De este “oscuro  sucesor de Conrad y Hemingway”, pero imprescindible clásico moderno en esa línea que va de Peckinpah a Cormac McCarthy, Libros del Silencio nos había posibilitado leer en español su obra maestra, Dog Soldiers (1973), galardonada con los grandes premios de la literatura norteamericana e incluida por Harold Bloom en su canon. Y su libro de memorias, Recordando los sesenta. La narrativa alucinatoria de Robert Stone es deudora de la Beat generation, de Ginsberg, Keruac o Cassady, de sus viajes a Vietnam y a Latinoamérica, de los alucinógenos y del free jazz.
   Menos dantesca pero tan desesperanzada como Dog Soldiers, es Hijos de la luz, una novela de los 80, publicada así mismo en la mitad de esa década. Otra novela post Hemingway, pero al mismo tiempo muy diferente del estilo, de los ritmos y tics del autor de El viejo y el mar. Se ha escrito que Stone hereda el realismo hemingwayano, pero al mismo tiempo lo trastoca, mostrando de forma realista lo irreal de la realidad más extrema (Rodrigo Fresán). Ese infierno moderno al que Stone baja sin tomar atajos, sigue siendo, en Hijos de la luz, Estados Unidos, un país contra el que el escritor proyecta toda su furia, precisamente porque lo ama.
   Robert Stone deja ahora el campo de batalla y el drama vietnamita y moja su pluma en las heridas  de otro campo de batalla, quizás no tan sangriento como Vietnam, pero igualmente paranoico: la industria cinematográfica,  con dos “héroes” igualmente dentro del volcán, dos seres destrozados, en caída libre (sí, like a rolling stone!), dos seres que, adictos a todo o víctimas de esquizofrénicas alucinaciones, eligen viajar al extranjero, a México en este caso, acompañados por todas las pesadillas del Sueño Americano.
   La novela, en efecto, pretende recrear el rodaje de una novela de Kate Chopin, El despertar, escrita a finales del siglo XIX y muy escabrosa para la época. El actor y guionista y adicto a casi todo, Gordon Walker, abandonado por hijos y esposa, con su carrera como actor y guionista que languidece, viaja a la localidad mexicana donde se ruedan los exteriores de la película para encontrase con una antigua amante que sufre el asedio de alucinaciones, fruto de una esquizofrenia descontrolada en ese momento porque ha abandonado el tratamiento médico con vistas a mejorar su actuación. Dos personajes extenuados a los que Stone pone al límite entre la sordidez, el valium, el alcohol y la cocaína.
   La narración del  rodaje y del viaje de Walker será la escusa perfecta para mostrarnos, no solo los hoteles desolados, los bares decadentes, el engañoso claroscuro de las luces artificiales, sino también las pequeñas y grandes miserias, el descorazonado tedio de los días y horas sin asideros vitales de esos dos seres encallecidos, paradigma de la fragilidad del ser humano. Seres descarriados -Stone ha sido definido en más de una ocasión como su apóstol- a los que el escritor, partiendo de irrelevantes anécdotas, conduce hacia una trágica colisión.
   Robert Stone es consciente de que su escritura está empedrada con episodios desagradables y negativos que derivan, como en Hijos de la luz, en novelas opresivas. Pero escribe así para darles coraje  a sus lectores, para que los perdedores, mientras pierden, no se aferren al millón de clichés cuyo estandarte es la derrota.
   Novela extraña, compleja, quizás con sobreabundancia de diálogos, diálogos intercambiados como en trance…donde nadie parece oír del todo lo que está diciendo el otro (Rodrigo Fresán).Ese es el estilo stoneano, con constantes guiños a W. Faulkner, Tennyson, Samuel Beckett, Kipling, Dikinson…y sobre todo a  Shakespeare, que parece el conductor del relato. Por algo su héroe o antihéroe, antes de emprender el viaje, acaba de representar El Rey Lear y Shakespeare era su última oportunidad. Después, una sucesión repesadillas en el desierto mexicano. Atrás, una sociedad en descomposición.

Francisco Martínez Bouzas




Robert Stone

Fragmentos

“Walker desayunó con una tostada de pan de centeno en la lúgubre cafetería. Una lluvia densa y constante martilleaba contra los cristales de las ventanas orientadas hacia el mar. El viento procedente del océano hacía repiquetear los cerrojos oxidados que las mantenían sujetas, y el agua se colaba por las molduras podridas y formaba pequeños charcos en el suelo de ajedrez.
Fumó y contempló la lluvia, sin prestar atención al periódico de la mañana, extendido ante él sobre la mesa coja.
Shelly se había ido mientras él aún dormía. Le había dejado una nota en la que le ordenaba que se quedara allí hasta que recibiera noticias de la agencia y que la llamara por la tarde.
Unos minutos después, cogió el periódico y subió  a recoger sus cosas y a esperar a que dejara de llover. Tan pronto como cerró la puerta tras de sí, se puso a la tarea de meterse más cocaína. No tenía ningún propósito firme para el día, solo el sueño de viajar al sur. Ese sueño le proporcionaba una felicidad contra toda razón, era auxilio y fuga. La coca lo tornaba diamantino, un anhelo místico. De pie junto a la ventana sobre el mar embarrado de lluvia, su sangre se aceleró ante la perspectiva. Sintió entonces que era todo cuanto tenía.”

…..

Llegó a su habitación justo antes de que  la mujer de la limpieza, colgó el cartel No molestar y se preparó aceleradamente una dosis. Con las prisas se echó más de los que había pretendido; el efecto no fueron la euforia ni los horrores, sino un confuso entusiasmo sin objeto. Por lo pronto, se sintió como si hubiera reemplazado sus verdaderas emociones, cualesquiera que fueran, por otras artificiales, artificialmente saborizadas. Esta vez, al salir llevó consigo una papelina de coca en la bolsa de la playa, envuelta en papel de aluminio para evitar que se deshiciera con el calor.”

(Robert Stone, Hijos de la luz, páginas 94, 245-246)