martes, 17 de abril de 2012

"NIÑOS FEROCES", VOLUNTARIOS PARA LA CATÁSTROFE


Niños feroces
Lorenzo Silva
Ediciones Destino, Barcelona, 2011, 395 páginas.


Si el lector se interroga por la naturaleza estructural de lo que acaba de leer, no cabe duda de que concluirá que Niños feroces es metanarrativa: la novela de una novela. En efecto, la dimensión metaficcional se hace presente de principio a fin en la misma arquitectura compositiva de la novela. Lázaro, un joven de casi veinticuatro años quiere ser escritor, aunque lo que escribe le parece siempre una pamplina y no consigue pasar de los doce folios. Por eso se apunta a un taller de narrativa. Pero allí nadie es capaz de hacer otra cosa que encadenar links porque han recibido un relato fragmentario de la realidad. No es ese el caso de Lázaro: lo que a él le hace falta es una buena historia. Su profesor le regala una. Y así se inicia una propuesta narrativa por la que se interna Lorenzo Silva que, echando mano de otro de los recursos de los postnarradores, el debilitamiento de las barreras entre los géneros, amalgama fuentes documentales, testimonios personales, ficción e intertextualidad. Todo ello para contarnos y hacernos reflexionar sobre el hecho de que siempre son los jóvenes los que van a la guerra y lo hacen en primera línea, por ideales, por dinero o por un permiso de residencia. Y asumen la hombría o la culpa, mientras otros, desde las poltronas del poder en retaguardia, toman las decisiones de enviarlos hacia el horror y se absuelven sin ningún remordimiento o recurren a versiones de misiones estrictamente humanitarias, contradichas por los hechos.
La novela está narrada en tres espacios históricos, los años cuarenta, el otoño del 89 y la actualidad y se desarrolla en varios espacios geográficos: el frente de Leningrado, la batalla de Krasny Bor, los Cárpatos rumanos, Postdam y finalmente Berlín, la defensa de Berlín, empuñando las armas contra los rusos en 1945. Como historias interconectadas aparecen otros hechos bélicos o reivindicativos: la guerra de Afganistán, la de Irak (Nayaf, Diwaniya) y el movimiento  de los Indignados del 15-M en la Puerta del Sol de Madrid.
Pero el hilo conductor de la novela es Jorge García Vallejo. Una cuenta familiar pendiente de la Guerra Civil española y una frase de Torrente Ballester adulatoria de José Antonio (“La revolución es la tarea de una resuelta minoría inasequible al desaliento”), marcan en su existencia un antes y un después. En el verano del 41 se una a la DEV (la División Azul) con un único objetivo: derrotar al comunismo. Y con el valor y el miedo en permanente conflicto, se hace hombre  en la cruenta batalla de Krasny Bor. Pero cuando España se retira de la guerra, se convierte en rebelde, en miembro de una unidad apátrida de la SS y con ella participa en diferentes batallas y finalmente en la defensa de Berlín. El ideal anticomunista le había convertido en un niño feroz, voluntario para la catástrofe, porque aquellos niños, como Jorge, quizás tenían conciencia del despropósito atroz del que formaban parte, pero su sentido de la lucha -la defensa de Europa y la indignación por la cobarde deserción de Franco- les hizo resistir hasta el final, hasta que Hitler se pega un tiro en la cabeza.
Niños feroces no es una novela de nazis o sobre nazis en la que son ellos los que nos hacen comulgar con su punto de vista o en la que aparecen retradaos sin más como los malos de la película. Es otra cosa. Un alegato contra el belicismo y una novela sobre la juventud empujada como peones al campo de batalla. Su energía, en vez de ser canalizada como motor de progreso y edificación de futuro, acaba siendo transformada en potencial de muerte y destrucción. Por eso al final de una novela que avanza mientras lo más mugriento de la Historia renace una y otra vez, se nos muestra la inapelable contradicción de los que, en plenitud de juicio, en circunstancias favorables, deciden la guerra y se absuelven sin remordimientos como Albert Speer y Tony Blair y aquellos que yerran desde la inmadurez o la ofuscación ideológica y aceptan en cambio su responsabilidad, como los jóvenes protagonistas de la novela o
Imbricados en el relato aparecen una serie de escritores, o mejor dicho, una determinada concepción de la literatura. Es el difícil magisterio de aquellos autores a través de los cuales se define Lorenzo Silva (Walter Benjamin, Kafka…) y referencias a actitudes, gestos y citas de otros escritores (Torrente Ballester, Edith Stein, Imre Kertesz. Jorge Semprún, Michael Herr, Marinetti…) oportunamente referidos. Las lúcidas cavilaciones bejaminianas, sobre todo, nutren la intertextualidad que forma parte de la esencia de este libro, así como los acontecimientos que tuvieron lugar durante el proceso de escritura. La novela finaliza, y no aleatoriamente, el 11 de junio del presente año, víspera del levantamiento de la acampada de los Indignados en la Puerta del Sol de Madrid, un atisbo de una juventud manipulada que se rebela y cuya energía se está trasladando a varios países. Jóvenes o ciudadanos no tan jóvenes -como los protagonistas de la novela-  que se resisten  en convertirse en partidarios de otro tipo de catástrofe que directamente nada o poco  tiene que ver con el militarismo, sino con las paradojas y mentiras sociales, políticas y económicas de los últimos años, la eterna catástrofe de los dominantes y de los dominados.

Francisco Martínez Bouzas



Fragmento

“-Mi primer contacto con el combate de verdad, ese en el que ves los ojos de enfrente -recordaba Jorge-, me descubrió su rostro aterrador, que no es el de la amenaza particular que pueda suponer el enemigo, sino la sensación de que en cualquier momento y desde cualquier lado puede venirte cualquier cosa. La capacidad que tiene que desarrollar el combatiente es la de convivir con esa sensación sin salir corriendo, o sin tirar el arma al suelo y dejarse matar a la primera ocasión. Lo que más te ayuda es haberte adiestrado en los movimientos más mecánicos, y concentrarte en ellos. Yo busqué, en medio de los rusos, el punto más denso, y allí, en una fracción de segundo, escogí mi primera víctima. Apreté el gatillo, lo vi caer. Y a partir de ahí seguí, uno tras otro, repitiendo la operación. Cerrojo, apuntar, fuego, cerrojo, apuntar, fuego…”

(Lorenzo Silva, Niños feroces, páginas 199-200)