El edificio
David Monteagudo
Acantilado, Barcelona, 2013, 171 páginas.
David Monteagudo (Viveiro, 1962) es un
escritor gallego, aunque su obra literaria es ajena al sistema literario
gallego -está escrita toda ella en español-, si bien en alguna de sus novelas, Brañaganda, ha tocado temas de la Galicia profunda y muy
desarrollados en la literatura popular gallega, como el lobishome y la
licantropía en general. Afincado en Cataluña, David Monteagudo es un
especialista en literatura de miedo, condición de la que dio sobradas muestras
en Fin (2009), la novela con la que
debutó y en la que demuestra ser un notable narrador.
El
edificio es una recopilación de relatos, en general de mediana extensión,
que el autor concibe como una alegoría del capitalismo salvaje que David
Monteagudo conoce a fondo pues hasta el año 2010 trabajó en una fábrica ya en
plena crisis, en la que, son sus palabras, tenía la impresión de que él y sus
compañeros estaban obligados a rendir al máximo, so pena de ser eliminados en
la siguiente reducción de plantilla.
En esa sensación de miedo y con situaciones
opresivas transitando sus páginas, se inspira la mayoría de los relatos de este libro. Lo comprobamos ya en el relato
que inaugura el libro, “Informe sobre Aridia”, un texto de ciencia ficción en
el que se nos transporta a la razón de ser y principios esenciales de los
aridianos, una civilización que vive en un inmenso edificio que ha de
desplazarse un centímetro al día, empujado, bajo un sol de fuego, por la fuerza
motriz de sus moradores. Una condena -doce horas diarias de ejercicio físico
para mantener el mundo en movimiento- sin ninguna otra expectativa ni
esperanza. Un fin en si mismo, alarmante metáfora de buena parte del mundo actual: avanzar en
línea recta, encadenados en modos de
producción sin futuro ni esperanza.
Prosigue la recopilación con “Irene”, un
relato erótico en el que el retrato del físico de la joven Irene se convierte
en una obsesión para el protagonista que la quiere solo como cuerpo para el
sexo. Siguen otras piezas en las que se conjuga lo simbólico y lo mágico, como
“El grito”, homenaje a los castellers, con el miedo y el terror
(“La araña” o “La escalera” son buenas muestras), con la presencia presentida
de una amenaza capaz de llevar al paroxismo al protagonista (“El punto
luminoso”) o con la simple descripción de seres o ambientes grotescos,
excepcionales o perturbadores (“El verraco”, “El garaje”). O con ideas que se
convierten en perturbadoras obsesiones como ocurre en “Los homúnculos” o
“Julián González”. Hay relatos como “La
disputa” que describen el interior de una fábrica, territorio muy familiar al
autor, a través de las conversaciones de empleados, con el miedo al despido en
sus cogotes que les hará terminar en una trágica pelea.
La colectánea incluye así mismo relatos
autorreferenciales: “El escritor en ciernes” y “Fin”. El primero parece una
referencia humorística a la propia biografía del autor. El aprendiz de
escritor, al que la lectura de los clásicos le ocupa todo su tiempo libre,
incluso el que emplea en el váter, momentos en los que precisamente experimenta
la mayor euforia creativa, apremiado, no obstante, porque no sabe cómo empezar
el primer capítulo de su primera y gran novela. Y con una frontera temporal
bien delimitada: el turno de tarde en la fábrica en la que trabaja en una
actividad gris y completamente ajena a la producción literaria. En “Fin”, el
relato que cierra el volumen, una pareja que sale del cine se enfrenta a algo
desconocido que suena a apocalíptico, como en la novela del mismo título.
“Enfrentados…sin un faro, sin una luz sobre la tierra, como en las noches
terribles de la historia” (página 171).
Una amplia y heterogénea selección de
relatos, con argumentos variados, mas con dos o tres temas nucleares que los
relacionan. Y varios de ellos extraídos de la propia experiencia. Escritos con
oficio y con bastante enjundia, con instantes de gran brillantez estilística,
con potentes y evocadoras metáforas e imágenes. No les sobra nada, pero les
falta quizás ese ramalazo del genio y del mago que escribe en estado de gracia,
como ese escritor en ciernes que se siente un privilegiado gozando de sus
condición, cuando pergeña el argumento y hasta los párrafos de su gran novela,
sentado en la taza del váter.
Francisco
Martínez Bouzas
Fragmentos
“Todos
lo aridianos nacen y mueren viendo el mismo, idéntico y desolado paisaje. Todos
nacen sabiendo que no verán ningún cambio, ninguna novedad, a lo largo de toda
su vida, porque el Edificio, su mundo, se desplaza aproximadamente un
centímetro por día («el grueso de un meñique», reza su decálogo, transmitido
oralmente de generación en generación), y por lo tanto un individuo normal no
recorre, a lo largo de su vida, más allá
de doscientos metros. Todo aridiano vive, se reproduce y se afana durante su
vida entera, empujando con pies y manos las palancas de tracción durante doce
interminables horas diarias, con la difusa esperanza de que futuras
generaciones, imaginablemente remotas, puedan llegar por fin a los confines de
la llanura.”
…..
“Acababa
de entrar en la habitación. No había dado ni dos pasos, en dirección a la
librería, cuando vi la araña. Me paré en seco. Al principio sólo vi una mancha
oscura en el techo, algo que mi vista detectó inmediatamente como una presencia
inhabitual en la estructura de la habitación, algo que no tenía que estar ahí.
Después, cuando dirigí la mirada hacia ella, pensé por unos instantes que se
trataba de algún objeto decorativo, una lámpara o algo por el estilo. Me
recordó fugazmente a la lámpara que hay en el Palau de la Música, no por el
color, sino por la forma, por la estructura, que es como si el techo se hubiera
licuado hasta condensar una gota que empieza a colgar formando un bulto
redondo. Y de pronto me di cuenta, con un escalofrío que me recorrió todo el
cuerpo, de lo que era en realidad.”
(David Monteagudo, El edificio, páginas 8, 37)