sábado, 10 de agosto de 2013

LA CALLE COMO HOGAR INFINITO



El hogar infinito
Álvaro Gutiérrez
451 Editores, Madrid, 2012, 292 páginas.

   Debuta Álvaro Gutiérrez en la narrativa y nos “agasaja”, con todo un baño de realidad, como se dice en la presentación editorial, al sumergirnos sin miramientos en ese mundo cada vez más frecuentado de los sin techo. Aquellos seres humanos que malviven en la lacra de la mendicidad, los y las que duermen o intentan pernoctar en los cajeros, estaciones de metro, aeropuertos, parques de nuestras ciudades o bajo el cielo raso de nuestras calles. Ese es su hogar, sin techos ni paredes, tan infinito pues como su propia desesperanza.
   El autor convoca en su relato a una representación de los mismos. Los conoce bien porque, después de otros trabajos, es en la acción social donde desarrolla su actividad profesional desde hace más de cinco años.
   Su novela está escrita desde la perspectiva de uno de esos hombres o mujeres. Es su protagonista, un hombre anónimo que fabrica hermosos títeres reciclando materiales que la sociedad de la opulencia tira o desprecia. Él los vende o los regala. Su casa, unos cartones; su cama, un cajero de Madrid pegado a los Tribunales de Justicia (Audiencia Nacional y Tribunal Supremo), un guiño irónico a las injusticias de un país cuya Constitución reconoce el derecho de sus ciudadanos a disfrutar de una vivienda digna.
   Sus vecinos y colegas, el Sweet, el Ruso, el Blablá y sobre todo el Marqués con el que durante una época -los buenos tiempos- duerme en un teatro, presenciado día tras día obras de Ionesco, cuyos diálogos, sin sentido aparente, eran sin embargo lo más cuerdo que habían visto nunca, mucho más que la vida real (página 28).
   Desde las atalayas de su hogar infinito, presencia todo, también cómo un grupo de chiquillos se agrupan en la esquina del Palacio de Justicia. Con frecuencia, grandes coches se detienen frente a ellos y alguno de los pequeños  sube a los coches y desaparece. Es uno de los secretos que el autor deja en suspenso porque esa es su estrategia narrativa. Pero el lector intuye cómo los propietarios se ceban con esos muchachos pese a que la ira no se manifiesta en su piel. La cercanía emotiva se la proporcionan dos ángeles de la guarda, dos chiquillas que le regalan leche galletas, una manta que huele a limpio o una simple mirada amistosa, incluso un “hola”.
   Álvaro Gutiérrez va desgranando, una tras otra, innumerables historias, recuerdos de la vida anterior, anécdotas de auténtica crónica negra, de la puta vida que no tiene compasión de nadie, de esa calle que termina pudriendo a sus inquilinos, hasta que la trama da un giro dramático y el anónimo protagonista, tratando inútilmente de encontrar un poco de humanidad, se convierte en la víctima propiciatoria que el lector vislumbra desde el principio.
   La novela no justifica nada ni responde a preguntas. Nada de reproches: la calle es el hogar del protagonista porque, una tras otra, se fueron cerrando las puertas como fichas de dominó cayendo en cascada. Y ahí está como paradigma del vacío, a la vez como condena y lugar de última acogida.
   Álvaro Gutiérrez huye de sentimentalismos y de juicios de valor sobre lo que acontece en la narración de su protagonista. Ni siquiera contradice expresamente a esa bienpensante hipocresía de los que siguen afirmando que el que vive en la calle, lo hace por propia voluntad. El estilo acre de la escritura de su novela con ramalazos de humor, su prosa sencilla y directa, sin concesiones, sus múltiples capítulos que, dentro de una arquitectura fragmentaria, se van suturando entre si, convierten este debut en una pieza narrativa interesante, veraz y creíble, que nos acerca a todos aquellos que a pesar de su mugre, su mal olor, sus cartones de vino, siguen siendo seres humanos. Esos seres humanos sin techo, cuyo número está aumentando exponencialmente en nuestro país.

Francisco Martínez Bouzas



Álvaro Gutierrez

Fragmentos

“Algunos días, el Ruso y yo almorzamos yogures y productos caducados del supermercado. Eso se lo enseñé yo. Los dejan en los contenedores y aún valen para comer. Hay un encargado que estropea los alimentos antes de tirarlos. Les echa lejía por encima, abre los envases, vierte sus contenidos junto al contenedor. Entonces nos jodemos y no los comemos. A menudo discutimos si lo suyo es malicia o hace lo que le mandan. El Marqués solía decir que lo mismo es lo uno que lo otro. Nosotros no sabemos.”

…..

“-Y dígame, ¿qué es lo peor de vivir así?
-El vacío -le contestó tras meditarlo unos segundos-. Eso me dijo uno al que llamábamos Marqués. Un amigo, uno de los pocos…Al principio me costó entenderlo, pero con el paso del tiempo lo he ido viendo claro. La calle se va apoderando de ti, va penetrando en tu ser y destruyéndolo todo lo que hay en él. Hasta no dejar nada, hasta arrebatártelo todo. Llega un momento en que lo único que tienes dentro es ese gran vacío. Y lo peor es que acabas por acostumbrarte a él. Lo llevas siempre contigo y, por muchas vueltas que dé la vida, él siempre está ahí. Recuerdo de uno que logró salir de la calle. Lo llamábamos Huesos. Por lo esquelético, sabe. Lo birria que era. Encontró un trabajito de ebanista y un cuartucho en una pensión por la Ballesta. Pero por las noches, pese a tener un camastro de 1,20, abría la puerta del balcón, colocaba unos cartones a su vera y se echaba a dormir en el suelo. Es lo último que supe de él. Tenía la calle dentro. Y la calle, una vez entra, ya no sale.”

(Álvaro Gutiérrez, El hogar infinito, páginas 43, 148-149)