miércoles, 23 de mayo de 2012

DOCTOROW "ATRAPA" A NUEVA YORK

La feria del mundo
E. L. Doctorow
Traducción de César Armando Gómez
Miscelánea Editores, Barcelona, 2010, 344 páxinas.



Edgar Altschuler, apenas un bebé al inicio del relato, nueve años cuando concluyen las 344 páginas en las que se narra sus vivencias en el Nueva York de los años 30. Y sin embargo, no estamos ante una muestra de literatura juvenil, sino ante una gran novela de E. L. Doctorow, el genial escritor norteamericano, uno de esos narradores que nacen de vez en cuando, capaz de iluminar toda una época y otorgar nuevos sentidos a las experiencias de un niño en su aprendizaje de la vida.
El escritor que ha sabido reflejar como nadie la cara oculta de Norteamérica  y dotar de memoria colectiva a un país ahistórico, aunque no exento de mitos, nos regala en World’s Fair, no una de sus narraciones más conocidas, esas que han sido llevadas al cine o han merecido el honor del best-seller (Ragtime, Billi Bathgate, El libro de Daniel), pero si quizás la más clásica de sus novelas, merecedora de ser incluida por Harold Bloom en el canon occidental. Escrita en 1985, traducida seis años más tarde por Planeta, Miscelánea Editores la ha reeditado de nuevo hace unos meses.
No han sido pocos los escritores que han intentado atrapar eso que mil veces se ha dicho que es Nueva York: un estado de ánimo. En la nómina de los más emblemáticos se encuentra sin duda E. L. Doctorow y sus descripciones de las costumbres urbanas neoyorquinas. Doctorow, uno de los tres grandes de la literatura judeo-neoyorquina, junto con Henry  Roth e Isaac Bashevis Singer. Los tres han homenajeado a la ciudad con textos poblados por alta literatura.
En La feria del mundo Doctorow narra la historia de un niño, Edgar, rescatando sus primeros recuerdos, su temprana y paulatina apertura al mundo que le rodea, a su familia, a su madre Rose, al hermano Donald, a la tía Frances, que entran y salen de la narración, pero ofrecen detalles, cuya amalgama acumulativa permite al lector completar la imagen de conjunto. El escritor logra así entretejer el retrato de Edgar, pero también el de una ciudad, el de sus habitantes, el de una época, los difíciles años 30, cargados además de negros presagios bélicos. Muestra así Doctorow el perfil de una sociedad que intentaba superar los efectos de la gran Depresión del 29, que fraguaba mitos, como la Exposición Universal, las hazañas de Lindbergh y el recibimiento que los neoyorquinos le rinden en la Quinta Avenida, la llegada del dirigible Hindenburg, surcando los cielos para gloria de Hitler y su incendio en la torre de amarre. Un pasado recobrado con inmensa nostalgia, porque, en el fondo, La feria del mundo es la autobiografía parcial del escritor. El nombre E(dgar) y la fecha de nacimiento(6 de enero) gualan al protagonista y al narrador.
Y con melancolía leemos sus experiencias infantiles: el gusto seductor por dormir en la cama de sus padres, percibir sus respectivos  olores de macho y hembra; la vida del Bronx, en cuyas calles el niño prefería su propia compañía a la de cualquier congénere de su edad; los trucos del tío Willy; las chispas que sacaban del acero los afiladores de cuchillos y tijeras, fenómenos sugestivos que al niño le provocan asombro; el contacto con la muerte en el hospital; las discusiones de los padres que el niño escucha desde la cama; sus relaciones sexuales que no entiende porque las percibe como costumbres furtivas… Así, poco a poco, se va dilatando su horizonte, entran en escena los jóvenes de la esvástica y, entre susurros, comienza a enterarse de lo que está sucediendo en Europa con los judíos; los ecos bélicos, las imágenes de Londres bombardeado y su casas en llamas… llegan muy nítidas, aunque son percibidas como algo lejano.
Finalmente el despertar de la adolescencia, las dulces pero innombrables sensaciones del primer amor completan el aprendizaje de la vida: “Hasta entonces me había preocupado sin tregua por ponerme al corriente de la vida, por encontrarla, sentirla y comprenderla; pero lo único que tenía que hacer era estar en ella y ella, me instruiría y me daría cuanto necesitaba” (páginas 322-323).
El éxito de la narrativa de Doctorow se fundamenta en buena medida en la arquitectura sumamente simple de sus novelas. Apenas algún flashback puede distorsionar el hilo argumental cronológico, marcado por  el devenir de la vida de Edgar. Su ritmo es muy fluido, huyendo siempre de los golpes de efecto. Doctorow parece gozar describiendo los pequeños detalles de la vida familiar, por ejemplo, el ruido raspante de la brocha en la piel del rostro del padre. Pero nada tiene preponderancia sobre los demás. Minuciosidad y sencillez expositiva que configuran un estilo envolvente, rítmico, capaz de amalgamar múltiples oraciones subordinadas sin provocar distracciones o dificultades y sin congelar el ritmo  de la acción, evocando, sin embargo, en el lector múltiples sensaciones. El virtuosismo técnico de unos de los grandes maestros de la narrativa actual.





E.L. Doctorow ( Foto El País)


Fragmentos
                                         
                           Las “costumbres” furtivas de los padres

“Pero ellos tenían sus costumbres furtivas: yo estaba secretamente afligido por las cosas oscuras y misteriosas que mi padres hacían en la intimidad de sus relaciones. No sabía del todo qué cosas eran, pero sí que eran vergonzosas, que necesitaban la oscuridad. Era algo de lo que nunca se hablaba, que jamás se reconocía a la luz del día. Este aspecto de la vida de mis padres ponía una especie de sombra en mi pensamiento. A mi padre y a mi madre, soberanos del universo, los acometía algo que escapaba a su control. Qué problemático era esto, qué inquietante. Como mi abuelita con sus ataques, ellos se veían afligidos por  una especie de posesión, y después parecían volver a ser normales. No podía hablarle de eso a nadie, y mucho menos a mi hermano. Tenía suerte si lo ignoraba. La desconsoladora verdad era que había ocasiones en que mis padres no eran mis padres, en que no pensaban en mí para nasa. Yo no era un tema del que valiese la pena ocuparse. Me ofendía lo temprano que tenía que irme a la cama, en parte porque era antes que nadie, y en parte porque con ello venía aquel vasto período de oscuridad en el que ocurrían esas cosas de las que tenía un conocimiento insuficiente”
(E. L. Doctorow, La feria del mundo, páginas 99-100).