viernes, 9 de marzo de 2012

"BARUC EN EL RÍO", SOBRE CULPAS Y RESPONSABILIDADES


Baruc en el río
Rubén Abella
Ediciones Destino, Barcelona, 2011, 284 páginas.


La narrativa de Rubén Abella se ha nutrido hasta ahora en dos manantiales y ambos tienen que ver con el pasado, con el entorno en el que nos criamos. Para Rubén Abella cada ser humano se construye a partir de los materiales que configuran su infancia, de los aprendizajes recibidos de aquellos que le rodean. Por eso mismo, los temas familiares son uno de los grandes hilos conductores de su narrativa y una constante en su universo literario. Así, un suceso familiar, a primera vista en absoluto dramático, es capaz de desencadenar una historia rebosante de interés y plasmarla en las 70.000 palabras del libro.
Dentro del corpus narrativo del escritor vallisoletano, ganador del Premio Torrente Ballester en el año 2003 y finalista del Nadal en el 2009, Baruc en el río constituye un paso adelante, la confirmación de una madurez narrativa que se refleja a través de una voz mucho más exquisita  y llena de matices. Una voz que, a primera vista nos narra la historia de una huida, pero, en el fondo, lo que late detrás de esta historia, es un ajuste de cuentas con el pasado, la exploración de una culpa y el definitivo adiós a la inocencia.
Baruc en el río es la crónica de unos hechos que tuvieron lugar treinta años atrás. Y sobre todo, el afloramiento de lo que se sospecha que se esconde detrás de esos acontecimientos familiares. Hará de cronista el hijo menor de una familia humilde. Y su intención es la de recuperar las vivencias de los distintos miembros del clan familiar el día en el que desapareció el hermano mayor, Baruc. La aparente inocencia del narrador inquieta al lector y hace que intentemos indagar lo que se esconde tras una historia que, en breve sinopsis, viene a decir que Baruc huyó de la casa familiar un mediodía caluroso de un mes de agosto. Retornaba de pescar en la Isla, un pequeño y escondido paraíso natural que los dos hermanos habían construido en los meses veraniegos. Y llegaba tarde. Su madre, nerviosa e irritada, lo recibió con un bofetón que provocó de inmediato su huída. Perdido durante días, Baruc deambula por el barrio en compañía de un perro vagabundo. En los días que dura su periplo, conocerá a Ogro, un indigente; a Ulises, responsable de un supermercado, poseedor de ciertos secretos sobre su madre; a Paquito, un niño aferrado a la ilusión de los viajes que ve relatados en el National Geographic como forma de sobrevivir a la deconstrucción familiar. Y mientras Baruc vaga por las calles, sus familiares directos mueven cielo y tierra para dar con él.
 Esta búsqueda angustiada, narrada  a modo de crónica que desea ante todo salvar lo insalvable, supone la perdida de la inocencia, un enfrentamiento con la culpa y con las responsabilidades familiares (por ejemplo, las de la madre que está a punto de echar a pique su matrimonio visitando los aposentos prohibidos de la infidelidad  o el espejismo de la felicidad compartida que ahora se desmorona).
Baruc en el río, además de un severo interrogante sobre responsabilidades y culpas, que se incrusta en almas y tripas, es una novela profundamente emotiva sobre las relaciones familiares, que se alimenta en la nostalgia de la primera adolescencia. El uso de la primera persona facilita la cercanía con el lector. Pero es mérito del escritor ese convite con versiones diferentes y todas ellas cargadas de emotividad sobre el mismo suceso. Y sobre todo, esa provocación para que indaguemos en  el otro lado  de un apacible retrato de familia, aparente  remanso de paz, apenas alterado por minúsculos percances, pero transitado por turbios e invisibles mares de fondo no perceptibles desde la aparente calma de la superficie y que un incidente como la huida de un miembro de la familia hace que exploten en tormentosas galernas.
Novela, pues, a la vez de aprendizaje, de pérdida de la inocencia y de salto a la edad adulta y reflexión  sobre la condición humana y sobre el poder redentor de las palabras, ya que la voz narrativa elige el lenguaje para intentar cambiar la vida y salir adelante, como matiza el propio autor.

Francisco Martínez Bouzas

Fragmentos

“Dicen que al final todo se sabe, pero no es más que una frase hecha. A mi me parece que al final se sabe tan poco como al principio. Al menos así me siento yo con respecto a lo que aquí cuento.(…) Nada hace más ruido ni despista más que lo accesorio. Sé, por ejemplo, que Madre tuvo una relación con otro hombre cuando llevaba dieciséis años casada con Padre. No lo sé por ella, debo aclarar, sino por el tío Sócrates, que desde que volvió con los vivos ha sido el confidente de su hermana. Conozco los detalles de su singular idilio -cómo se conocieron, dónde se veían, qué hacían durante sus citas-, pero sigo sin saber los porqués. Sólo me queda conjeturar.
Padre y Madre se querían -eso ya lo he dicho-, y además se llevaban bien.(…) Los fines de semana daban largos paseos. Hacían el amor en la tenuidad de la sobremesa. Y hablaban. Hablaban mucho. (…) Pero entonces, si se entendían tan bien, ¿por qué se dejó Madre seducir por otro hombre? ¡Qué la llevó a arriesgarlo todo por una aventura furtiva? He pensado mucho en ello, y sólo se me ocurren dos explicaciones. La primera está relacionada con su forma de ser. La de ambos. Porque, a pesar de sus claras avenencias, lo cierto es que tenían personalidades contrarias. Padre era un hombre realista, de afectos estables, que abrazaba con total naturalidad su papel en este mundo. Un hombre sin dobleces. Sin complicaciones. A Madre la quería tal como era. Con lo bueno y con lo malo. (…) Madre, en cambio, esperaba sorpresas  a la vuelta de cada esquina. Sorpresas que nunca llegaban. Era inquieta. Se cansaba con facilidad de las cosas. Y vivía con la incómoda sensación de que se estaba perdiendo algo. De que la vida de verdad sucedía en otra parte. Ese descontento crónico e irracional podría explicar su inveterada afición a los pequeños cambios. Cambiaba constantemente el orden de los muebles. Los guisos de las comidas. Las marcas de los productos que compraba. Las cadenas de radio. Los manteles. Las cortinas. Las rutas de los paseos con padre. Por suerte, a Baruc y a mí siempre nos mantuvo al margen de su impaciencia. Porque éramos sus hijos, supongo(…) Porque nos adoraba. Pero era cuestión de tiempo que el virus de su insatisfacción pusiera las miras en Padre. Lo que me sorprende es que tardara tanto. Mi primera explicación: Madre era feliz, pero engañó a Padre porque se había aburrido de serlo. Extraño, pero posible. La segunda es más sencilla y tiene que ver con la ignorancia. O, como algunos les gusta llamarla, el misterio. Creo que Madre tuvo una aventura con aquel hombre porque no lo conocía de nada. Y sobre todo, porque nunca llegó a conocerlo. La ignorancia -el misterio- hizo que le atribuyera cualidades de las que seguramente él carecía”

( Rubén Abella, Baruc en el río, páginas 80-83)