jueves, 9 de enero de 2014

EL ETERNO CARNAVAL DE LA LITERATURA



Retablo de jácaras tristes y farsas jocundas
Álvaro Lago
Ediciones Barataria, Barcelona, 173 páginas
(LIBROS DE FONDO)

  
   Álvaro Lago es un autor bilingüe que escribe indistintamente en gallego y en español y cuyo nombre no figura en los diccionarios de la literatura gallega, aunque pertenece a la AELG (Asociación de Escritores en Lingua Galega), y es autor de una obra considerable en su lengua materna. La publicación de sus obras en canales más bien marginales o ajeno al sistema, (como por ejemplo Fotocopias e loita de  crases, en un Congreso sobre la fotocopia) hacen de Álvaro Lago un perfecto desconocido para la mayoría de los lectores gallegos.
   Sin embargo Álvaro Lago es de los que opinan que la biografía de un escritor es su obra, mientras que la existencia real es una simple crónica que nada tiene que ver con la existencia independiente y libertaria de las obras que son fruto de la creación humana. Miembro, desde el punto de vista cronológico de  la Generación Perdida, aunque Álvaro Lago no tuvo que pagar ese altísimo precio por vivir que sí sufragaron muchas otras personas en esos años. Su infancia, gozada y disfrutada  en lo que él considera el Macondo galaico de Pontecesures, hace verdadera la afirmación de Francisco Castro de que la patria  de un escritor  son su infancia u adolescencia. Pontecesures y Pontevedra, especialmente su Museo, constituyen el ancoraje  de la vida de este escritor, el comienzo de la orgía perpetua reflejada en lo que fue su última obra en castellano. Un libro de extensa rotulación, Retablo de jácaras tristes y farsas jocundas sobre la muerte, el sexo y la vida provinciana, editado por Ediciones Barataria.
   La jácara, un término que no tiene una traducción literal en gallego y cuyo equivalente serían las “cantigas satíricas”, el género de las “cantigas de escarnio y maldecir” y en especial las “cantigas obscenas”, fueron en el siglo de Oro Español pequeñas piezas satíricas que se representaban en el intermedio de las comedias.
   El libro de Álvaro Lago es una  colectánea de relatos que enlaza con lo que Rodrigues Lapa llama la cloaca moral de los cancioneros gallegos-portugueses. En el estrado de los paisajes cotidianos, marionetas esperpénticas representan  múltiples argumentos de la antigua farsa,  disfrazada con diversas vestimentas: farsas rurales, farsas municipales, farsas  legales, farsas nupciales… que nos permiten escudriñar, a través de una lengua florida y rebosante de mordacidad y barroquismo, claros ecos de la picaresca, de la sátira y del modernismo. Cada unidad de esta publicación, cada  narración encierra una historia que tiene pleno sentido en sí misma y a  la vez forma parte de una unidad más grande: el retablo. Y detrás de las “jaracondosas hembras jocundas de apetecibles carnes rotundas” y de los “garzones zarabetos  de esquinado entendimiento”, sentimos los ecos de los grandes maestros de la literatura española: Quevedo, Valle Inclán o el mismo  Cela, cuando era quien de escrutar con ingenio las danzas de la farsa, antes de convertirse en figurante de la misma. Al final, como se nos dice en la presentación editorial, el carnaval eterno de la literatura: el arte es lo que queda.

Francisco Martínez Bouzas







Álvaro Lago

Fragmento

“Salón de té del Palacete Farigola. Rosa en las paredes, en los cojines, en los manteles, en las diminutas braguitas que las muy públicas partes púbicas de Chochin Refajo enmarcan, velan y protegen. El cacareo de interrumpidas conversaciones, el frufrú de medias que se cruzan y se descruzan, el tintineo de  las cucharillas de plata sobre las tazas de Sèvres. Sobre una recargada mesa, tres servicios de té; sobre tres vetustas butacas, las diferentes posaderas de tres distintas damas; en el aire, el hálito etílico del aniseto ingerido.
Además de la anfitriona y de la referida Chochin Refajo, la estancia se honraba con lal presencia de la lúbrica Culín Liguero, mujer de apretadas formas, cincelada en sudorosos gimnasios, onerosos quirófanos y beneficiosos catres. Desde los años mozos, eran las tres señoras todo lo amigas que su condición les permitía. En secreto, a sí mismas se llamaban «las tres Mosqueperras» desde aquel día en que confabularon para obtener de sus entrepiernas mayores beneficios que el mero placer, ora solitario, ora compartido con macho encelado, hembra lujuriosa o múltiple mezcolanza.”

(Álvaro Lago, Retablo de jácaras tristes y farsas jocundas, páginas 106-107)

domingo, 5 de enero de 2014

UN CONCENTRADO DE ARTE PARA NARRAR LA GRAN GUERRA



14
Jean Echenoz
Traducción de Javier Albiñana
Editorial Anagrama, Barcelona, 2013, 98 páginas

   Concentrado de arte, talento de miniaturista, un libro de despojamiento emocional…la reacción de la crítica francesa ha sido prácticamente unánime a la hora de juzgar este libro de Jean Echenoz, publicado en el país vecino el pasado año. El éxito entre los lectores no ha sido menor, colocándose en la segunda semana de su aparición en el primer puesto en el ranking de ventas, por delante de J. R. Rowling y Patrick Mondiano. En España la situación es similar: Anagrama lo edita por primera vez el pasado septiembre y en este mes de octubre aparece la segunda edición. Hablo de la última novela de Jean Echenoz (Orange, 1947), titulada 14 evocando de la Gran Guerra que se inició ese año, en 1914.
   Una novela breve que no alcanza las cien páginas y en la que el escritor francés, ganador de todos los premios literarios franceses, entre ellos el Goncourt, en un nuevo giro de tuerca después de su exitoso tríptico biográfico protagonizado por el músico Ravel, el atleta Zátopek y el ingeniero Nikola Testa, escribe sobre la primera Guerra Mundial, ofreciéndonos en un formato breve un gran fresco histórico de cuatro años de intensa e indiscernible barbarie.
   La pluma de este exquisito escritor francés describe, en efecto, avanzando junto a los soldados, las interminables jornadas de la Gran Guerra, acuciado de nuevo por la realidad, por los papeles y el diario de uno de los miles de soldados muertos, que por casualidad llegó a su poder. De esto modo, y una vez más, Echenoz resucita muertos para que compartan con los lectores sus calamidades. Testigo omitido pues del horrendo mosaico de una guerra que iba a durar dos semanas y se prolongó durante más de cuatro años.
   En su aproximación a la gran carnicería, Echenoz se sirve de cinco amigos de la provincia de la Vendée. Pero todo arranca con un paseo en bicicleta del joven contable Anthime, bajo el espléndido sol de agosto. Con él nos metemos de lleno en el estupor, en el dramatismo y en las transformaciones que la guerra genera en cinco amigos de la Vendée. El unísono tañido de las campanas de todas las iglesias, su toque de rebato es el introito de la primera guerra industrial, “una sórdida y apestosa ópera”. Anthime se alista en una guerra a la que los franceses consideran casi una excursión de fin de semana por la campiña. También lo hizo su hermano y sus tres amigos. Todos son enviados de inmediato a la contienda. Atrás, en la retaguardia, queda Blanche, embarazada, con una historia de amor  a tres con los dos hermanos. También su familia propietaria de una industria del calzado. Enviados a luchar en una conflagración  en la que la tecnología está por encima del hombre y que se convertirá en la mayor carnicería que conoció la historia, tal como Echenoz nos muestra en el agónico capítulo 8 que describe el fragor de la batalla. Y como contrapunto paralelo a las terribles experiencias en el frente, el narrador de 14 relata la vida de la ciudad de origen de los jóvenes soldados, haciendo así presentes las relaciones entre los personajes y, sobre todo, la historia de amor entre Blanche y los dos hermanos.
   De este modo, con un concentrado de arte, una inigualable precisión poética, una escritura tan incisiva como minimalista –“la última miniatura de Echenoz” para algún medio periodístico- , a la vez delicada y burlona, Echenoz sumerge al lector en la carnicería apocalíptica con diez millones de muertos y cuarenta de heridos. Un matadero de jóvenes confiados en medio de “tempestades de acero”, como describió Jünger la Gran Guerra.
    Una estructura contrapunteada (frente-retaguardia), la acuidad  del autor para hacer visibles con precisión milimétrica las experiencias a las que se enfrentan los incautos soldados, el coctel de humor, ironía y horror, la condensación miniaturística, la plasticidad de muchas imágenes, ciertos párrafos cortos, cincelados, que el lector recibe como fogonazos (“Y así, parecía restablecerse el silencio cuando un caso de proyectil rezagado surgió sin que supiera cómo ni de dónde, breve como una posdata”, página 65) son algunos de los elementos formales que explota el autor con la finalidad de crear un estilo literario tan preciso como elocuente, un artefacto literario contundente para hacer perfectamente visible ese momento de la historia del siglo XX  en el que el hombre se encuentra con su original orden animal -de ahí la presencia de tantos animales en la páginas finales de la novela-, y cuyo significado último lo delata el hecho de que los amasijos de carne putrefacta esparcida por los campos los forman trozos humanos, cadáveres de bueyes, caballos y ratas. Elocuente metáfora para describir un siglo de gélida animalidad que hizo saltar por los aires la vieja estabilidad y nos sumergió en una centuria de inusitada barbarie.

Francisco Martínez Bouzas



 
Jean Echenoz


Fragmentos

“Regresarán todos ustedes a casa, prometió el capitán Vayssière, levantando la voz en la medida de sus fuerzas. Sí, volveremos todos a la Vendée. Ahora bien, un punto fundamental. Si mueren hombres en la guerra, será por falta de higiene. Lo que mata no son las balas, sino la falta de aseo, que es nefasta y que es lo primero que deben ustedes combatir.”

…..

“Entretanto, mientras la orquesta cumplía su cometido en el combate, el brazo del barítono resultó atravesado por una bala y el trombón cayó gravemente herido: el corro fue estrechándose y, aunque su formación hubiera quedado mermada, los músicos continuaron tocando sin emitir una nota discordante, hasta que al retomar la estrofa en la que se alza el estandarte sangriento, el flauta y el viola cayeron muertos. (…)
Anthime vio, creyó ver de nuevo a unos hombres taladrar a otros ante sus propios ojos, dando a continuación un fuerte tirón para extraer la hoja de los cuerpos por efecto del retroceso. Con las manos crispadas en el fusil, se sentía ahora listo para perforar, ensartar, traspasar el más mínimo obstáculo, cuerpos de hombres, de animales, troncos de árboles o cuanto se le pusiera por delante.”

…..

“Los soldados se aferran a su fusil y a su machete, cuyo metal oxidado, empañado, oscurecido por los gases, apenas reluce ya bajo el fulgor helado de las bengalas, en un ambiente corrompido por los caballos descompuestos, la putrefacción de los hombres caídos y, en zona donde están los que se mantienen más o menos derechos en medio del lodo, el olor de sus orines, de su mierda y de su sudor, de su mugre y de sus vómitos, por no hablar de esos pegajosos efluvios a rancio, a moho, a viejo, cuando en principio están en el frente y se hallan al aire libre. Pues no: huele a cerrado, el olor se extiende sobre las personas y en su interior, tras las alambradas de púas de las que cuelgan cadáveres putrefactos y desarticulados que a veces sirven a los zapadores para fijar los cables telefónicos…”

(Jean Echenoz, 14, páginas 26, 49-50, 61-62)