Álvaro Gutiérrez
451 Editores, Madrid, 2012, 292 páginas.
Debuta Álvaro Gutiérrez en la
narrativa y nos “agasaja”, con todo un baño de realidad, como se dice en la
presentación editorial, al sumergirnos sin miramientos en ese mundo cada vez
más frecuentado de los sin techo. Aquellos seres humanos que malviven en la
lacra de la mendicidad, los y las que duermen o intentan pernoctar en los
cajeros, estaciones de metro, aeropuertos, parques de nuestras ciudades o bajo
el cielo raso de nuestras calles. Ese es su hogar, sin techos ni paredes, tan
infinito pues como su propia desesperanza.
El autor convoca en su relato a una
representación de los mismos. Los conoce bien porque, después de otros
trabajos, es en la acción social donde desarrolla su actividad profesional
desde hace más de cinco años.
Su novela está escrita desde la perspectiva
de uno de esos hombres o mujeres. Es su protagonista, un hombre anónimo que
fabrica hermosos títeres reciclando materiales que la sociedad de la opulencia
tira o desprecia. Él los vende o los regala. Su casa, unos cartones; su cama,
un cajero de Madrid pegado a los Tribunales de Justicia (Audiencia Nacional y
Tribunal Supremo), un guiño irónico a las injusticias de un país cuya
Constitución reconoce el derecho de sus ciudadanos a disfrutar de una vivienda
digna.
Sus vecinos y colegas, el Sweet, el Ruso, el
Blablá y sobre todo el Marqués con el que durante una época -los buenos
tiempos- duerme en un teatro, presenciado día tras día obras de Ionesco, cuyos
diálogos, sin sentido aparente, eran sin embargo lo más cuerdo que habían visto
nunca, mucho más que la vida real (página 28).
Desde las atalayas de su hogar infinito,
presencia todo, también cómo un grupo de chiquillos se agrupan en la esquina
del Palacio de Justicia. Con frecuencia, grandes coches se detienen frente a
ellos y alguno de los pequeños sube a
los coches y desaparece. Es uno de los secretos que el autor deja en suspenso
porque esa es su estrategia narrativa. Pero el lector intuye cómo los
propietarios se ceban con esos muchachos pese a que la ira no se manifiesta en
su piel. La cercanía emotiva se la proporcionan dos ángeles de la guarda, dos
chiquillas que le regalan leche galletas, una manta que huele a limpio o una
simple mirada amistosa, incluso un “hola”.
Álvaro Gutiérrez va desgranando, una tras
otra, innumerables historias, recuerdos de la vida anterior, anécdotas de
auténtica crónica negra, de la puta vida que no tiene compasión de nadie, de
esa calle que termina pudriendo a sus inquilinos, hasta que la trama da un giro
dramático y el anónimo protagonista, tratando inútilmente de encontrar un poco
de humanidad, se convierte en la víctima propiciatoria que el lector vislumbra
desde el principio.
La
novela no justifica nada ni responde a preguntas. Nada de reproches: la calle
es el hogar del protagonista porque, una tras otra, se fueron cerrando las
puertas como fichas de dominó cayendo en cascada. Y ahí está como paradigma del
vacío, a la vez como condena y lugar de última acogida.
Álvaro Gutiérrez huye de sentimentalismos y
de juicios de valor sobre lo que acontece en la narración de su protagonista.
Ni siquiera contradice expresamente a esa bienpensante hipocresía de los que
siguen afirmando que el que vive en la calle, lo hace por propia voluntad. El
estilo acre de la escritura de su novela con ramalazos de humor, su prosa
sencilla y directa, sin concesiones, sus múltiples capítulos que, dentro de una
arquitectura fragmentaria, se van suturando entre si, convierten este debut en
una pieza narrativa interesante, veraz y creíble, que nos acerca a todos
aquellos que a pesar de su mugre, su mal olor, sus cartones de vino, siguen
siendo seres humanos. Esos seres humanos sin techo, cuyo número está aumentando
exponencialmente en nuestro país.
Francisco
Martínez Bouzas
Álvaro Gutierrez |
Fragmentos
“Algunos
días, el Ruso y yo almorzamos yogures y productos caducados del supermercado.
Eso se lo enseñé yo. Los dejan en los contenedores y aún valen para comer. Hay
un encargado que estropea los alimentos antes de tirarlos. Les echa lejía por
encima, abre los envases, vierte sus contenidos junto al contenedor. Entonces
nos jodemos y no los comemos. A menudo discutimos si lo suyo es malicia o hace
lo que le mandan. El Marqués solía decir que lo mismo es lo uno que lo otro.
Nosotros no sabemos.”
…..
“-Y
dígame, ¿qué es lo peor de vivir así?
-El
vacío -le contestó tras meditarlo unos segundos-. Eso me dijo uno al que
llamábamos Marqués. Un amigo, uno de los pocos…Al principio me costó
entenderlo, pero con el paso del tiempo lo he ido viendo claro. La calle se va
apoderando de ti, va penetrando en tu ser y destruyéndolo todo lo que hay en
él. Hasta no dejar nada, hasta arrebatártelo todo. Llega un momento en que lo
único que tienes dentro es ese gran vacío. Y lo peor es que acabas por acostumbrarte
a él. Lo llevas siempre contigo y, por muchas vueltas que dé la vida, él
siempre está ahí. Recuerdo de uno que logró salir de la calle. Lo llamábamos
Huesos. Por lo esquelético, sabe. Lo birria que era. Encontró un trabajito de
ebanista y un cuartucho en una pensión por la Ballesta. Pero por las noches,
pese a tener un camastro de 1,20, abría la puerta del balcón, colocaba unos
cartones a su vera y se echaba a dormir en el suelo. Es lo último que supe de
él. Tenía la calle dentro. Y la calle, una vez entra, ya no sale.”
(Álvaro Gutiérrez,
El hogar infinito, páginas 43, 148-149)
Comparto también tu opinión; lo que más me ha gustado de esta novela es que no aborda el tema de la vida en la calle "dándonos lecciones", es una visión desde dentro y realista, una visión cotidiana que no impone al lector una opinión sobre el tema.
ResponderEliminarPienso que esta novela te provoca un inevitable acercamiento emocional a todas estas personas que... ¿quién sabe? algún día podríamos ser nosotros