Paseador de perros
Sergio Galarza
Editorial Candaya, Les Gunyoles (Avinyonet del
Penedés) 2010, 134 páginas.
Paseador
de perros es una historia construida como ampliación de un cuento, “El
Mapache”, argamasado con el cemento de los muchos kilómetros que el autor
recorrió por las calles y parques de Madrid. En el regalo de la posdata que nos
hace desde Malasaña, nos dice que la historia de este Paseador de perros pertenece más a la ficción que a la realidad, a
pesar de su intención de contar la ciudad de Madrid desde los ojos de un
cronista – crítico – hiperrealista. No obstante, todos los indicios nos empujan
a catalogar la novela como una roman à
clef. Sergio Galarza o su innominado alter ego en el relato, llega a Madrid
en compañía de su novia, Laura Song y aquí, sin visado de trabajo, da comienzo
el lado B de un disco sin éxito. El lado A es su ciudad de origen, Lima, el
prestigioso colegio San Agustín. Cuando lo frecuentaba, su padre, es posible
que al observar a los frailes españoles que lo dirigían, le decía al hijo que
se hiciera cura; así tendría dinero, comida y mujeres. En el lado A, su ciudad
de origen, se protegía de los problemas bajo la brazada de la seguridad
afectiva que proporciona el estar en casa. Madrid en cambio es la intemperie,
sobre todo para un tipo como él, sin los papeles en regla. La historia pues que
relata Sergio Galarza es la de una huída. Como la de tantos emigrantes,
“peregrinos de la ruta incierta de los anhelos” (página 7). Vive en Malasaña,
antes en la Latina, emparentado con los topos. Comparte vivienda con dos chicas
danesas y, hasta que rompe con su novia, acompaña su hastío con la música de Baxter
Dury, Nick Drake o Sr. Chinarro.
El protagonista se inicia en el único trabajo
al que un sin papeles como él tiene acceso: paseando perros, cuidando gatos y
limpiando la jaula de un mapache. Siete días a la semana, desde primera hora de
la mañana hasta la noche, recorriendo los barrios y periferias de Madrid por un
sueldo miserable. Un oficio que aporta piernas hinchadas, trituradas de tanto
caminar. Asalariado de un perro, esa es su condición. Un oficio de solitarios,
como solitarios son igualmente los dueños de esos animales, pero que no deja de
encerrar ciertos placeres: diseccionar la ciudad, esa jungla, la cara oculta de
una urbe que no captan los ojos y las cámaras de los turistas; sus gentes, la
complejidad del trasporte público, las miles de incongruencias sociales.
Husmear en los pisos, establecer el perfil de los dueños de los animales,
reconstruir sus vidas, sus soledades.
Se siente como agente secreto al servicio de
una sociedad que no tolera que los enfermos de locura o depresión paseen
sueltos por las calles, excepto los domingos. Y los que detecta ese paseador de
perros es una ciudad enferma, que sufre de todo: alzheimer, esquizofrenia,
parkinson, artritis, depresión crónica, miseria existencial, llevada a extremos
inimaginables; expresiones congeladas por el dolor, traiciones, infidelidades,
dejadez, intentos por restablecer en la memoria un orden identificable con la
felicidad. El paseador de perros, como si fuera un psicólogo, acarrea ese
trabajo extra de escuchar todas esas tragedias. Por eso concluye que los
escritores deberían pasear perros para conocer esa otra vida que no está
encerrada en las bibliotecas.
La trama argumental, erguida sobre una
estructura serpenteante, es varias cosas a la vez. Un aprendizaje inaugural e
iniciático de la vida que permite que afloren las propias frustraciones del
protagonista / autor que libera así su rabia. La insatisfacción de los sueños
rotos que proyecta sobre el resto de los inmigrantes, contagiándose de los
xenófobos lugares comunes: los rumanos, si no trabajan en la construcción,
roban casas, la rumanas o son asistentas o prostitutas. Y la letanía continúa:
chinos mafiosos, moros terroristas, sudacas brutos.
Sergio Galarza |
Francisco
Martínez Bouzas
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