Diamela Eltit
Editorial Periférica, Cáceres, 2012, 212 páginas
Diamela Eltit, aunque
relativamente poco conocida en España, es hoy en día una de las grandes voces
de la literatura latinoamericana y, circunscribiéndonos a su país, se puede
decir que ha ganado casi todos los premios literarios que en Chile se otorgan a
los valores literarios, no a las ventas, en lo que la aventaja sin duda Isabel
Allende. Rompedora de esquemas tradicionales en literatura, lo que a veces
convierte en ambiguos o complejos sus textos. Si actitud permanentemente
revolucionaria se traduce en una escritura avasalladora que envuelve al lector
por todos los lados. Lo sorprende, lo deja sin aliento. Ella misma nos brinda
las claves personales que nos permiten entender esta novela: “Pertenezco al
conjunto de escritores chilenos que vivió en el país durante la dictadura de
Pinochet y como una acción de salvataje
cultural constituimos el «inexilio» o exilio interior. A lo largo de los
años –más de 30- pasamos desde la violencia como situación cotidiana a la
violencia del mercado producida por un neoliberalismo verdaderamente
intensificado…” Y sobre ello, entre encomios y rencores escribe Diamela Eltit.
No son pocas las marcas textuales que la
autora dejó impresas en este libro. Comenzando por el epígrafe: dos versos del
poeta peruano César Vallejo (“Jamás el fuego nunca / jugó mejor su rol de frío muerto”) que le
sirvió a la escritora para rotular su propia novela. Ese fuego, que no es otra
cosa que las utópicas energías revolucionarias congeladas en el tiempo del frío
y la decepción con un saldo de miles de muertos y por el señorío absoluto y
omnipresente de ideologías que suplantaron a las de los soñadores que fueron
torturados o a os miles de personas
muertas o desaparecidas por escrutar rendijas de libertad.
El argumento de la novela es aparentemente
muy sencillo: la historia cotidiana de una pareja de militantes de izquierda
que en su día formaron parte de una célula revolucionaria en lucha contra la
dictadura y que, caída esta, siguen viviendo en la clandestinidad, en un tiempo
que ya no es su tiempo, recluidos en una habitación, prácticamente atados a una
cama, que no es un espacio erótico, sino una tumba y desde allí rememoran la
fútil decepción de su aventura y el cúmulo de tragedias que les tocó vivir.
Al final la novela de Diamela Eltit se
convierte en una historia de cuerpos: cuerpos humanos y el cuerpo político.
Cuerpos humanos en declive, mascando la derrota, sujetos a la enfermedad y a la muerte y transformados en metáfora de
los cuerpos políticos, cuyo sistema más pequeño es la célula, en este caso una
célula política revolucionaria, agotada, demolida, rozando las fronteras de la
descomposición y que ha quedado reducida a solo dos cuerpos, dos personas: la
narradora cuya voz queda tamizada por la claustrofobia y por una ideología
dogmática que ha generado células que no han sido capaces de forjar una
sociedad liberada, sino guetos que funcionan como cárceles.
Una narradora, pues, que construye su
escritura sobre las ruinas de la realidad, amalgamando delirios paranoicos,
soledad, miseria, decrepitud, traiciones, derrotas. Historia de sumisiones y de
sometedores en constante intercambio de
roles. Los roles de una pareja convertida en biología, en órganos envejecidos,
huesos doloridos, paralelo perfecto del derrumbe de un proyecto revolucionario.
La novela sutura otros muchos contenidos de
significación. Aspectos textuales tales como la vehemencia de la voz narradora
en primera persona con la que se dirige a su compañero de cama; una constante
confusión temporal, buscada a propósito, metáfora de un tiempo caótico, ambiguo
y fragmentado, el otro tiempo fuera del tiempo al que no ha llegado la pareja
de enclaustrados, anclados a un tiempo definido por los conceptos del
materialismo histórico en su versión más dogmática. De ahí las numerosas citas
de Marta Harnecker. En la novela Diamela Eltit asume plenamente un discurso
narrativo basado en el monólogo. Una voz femenina que monologa con un lenguaje preciso, duro y despojado de
cualquier asomo lírico. En el solipsismo del monólogo se incuba el germen de la
absoluta soledad y el desamparo de una generación de chilenos izquierdistas que
han sido despojados de todo, de sus emociones, de su ideología, de sus
esperanzas e incluso de sus palabras, porque el usurpador, aunque sin uniforme
militar aún sigue vivo. Por eso concluyo con las rotundas palabras de Vicente
Luís Mora: “Se han hecho más intensas que nunca las formas del silencio ante el
poder, frente a los cuales se levanta arisca y atronadora esta novela brutal.”
Francisco
Martínez Bouzas
Diamela Elitit |
Fragmentos
“Somos,
así lo pactamos, una célula.
Lo
hicimos después de que se hubo de
consumar la muerte, no te muevas, ni la cabeza ni menos los brazos, no ahora
porque era una muerte que nos competía y nos desgarraba. No lo llevamos al
hospital, no parecía posible. Mis súplicas, lo sé, eran una mera retórica, una
forma de disculpa o de evasión. No podíamos acudir con su cuerpo mermado y
agónico acezante y agónico, macilento y agónico, amado y agónico, al hospital,
porque si lo hacíamos, si trasloábamos su agonía, si la desplazábamos de la
cama, poníamos en riesgo la totalidad de las células porque caería nuestra célula
y una estela destructiva iría exterminando el amenazado, disminuido campo
militante.”
…..
“Yo
había caído, atrapada como un animal salvaje o un animal de circo, en plena vía
pública, cercada y capturada. Después ibas
a caer tú. Una suma implacable, la célula completa: los diez.
Sobrevivimos siete. (Los tres muertos están aquí, enhiestos, decorativos,
rutilan en la obscuridad). Antes de mi salida, caíste. Cuatro meses ni vivo ni
muerto. Finalmente hubimos de reencontrarnos. Lo hicimos entrampados en una
aguda perplejidad. Mi estado te obligó a suspender tu dolor, tu agravio, la
suma de humillaciones. El terror.
No,
dijiste, no.”
…..
“Tengo
que levantarme de la cama, ir ala
cocina, preparar el arroz, poner en el plato dos panes, sólo dos. Tengo que
volver a la pieza y pasarme la peineta por la cabeza rota, apaleada, tengo que inventarme
unas manos porque no debo salir asía la calle, no quiero delatarte, no es
oportuno ni necesario. Me pongo el abrigo. Miro el montón de células que ya
están en un avanzado deterioro, me detengo en tus células tiñosas y me dan unas
ganas infinitas de decirte: levántate, o decirte: resucita de una vez por todas
y salgamos ala calle con el niño, el mío, el de dos años, mi amado niño y
llevémoslo al hospital. Debemos llevarlo porque, después de todo, ya no tenemos
nada que perder.”
(Diamela Eltit, Jamás el fuego nunca, páginas 84-85, 153, 211-212)
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